25.2.10

El confín de la tierra (Weldon Kees)

Un día todo azul y blanco,
y nosotros salimos del bosque hacia la arena
y las olas con crestas nevadas. Subió el mar
acompañando nuestra caminata, la tierra
armó dunas, un faro y un cielo de gaviotas.

Acá, donde yo armé mi vida hace diez años,
se va haciendo de día, un día gris y frío;
y unas olas marrones, embarrando la orilla,
depositan cabezas de pescados
y agua sucia con latas oxidadas.
Hay unos chicos y unos hombres
rompiendo unas botellas en las rocas.
Y más allá del faro, recortándose negras en el cielo,
dos gaviotas están volando en círculos
donde comienza el bosque.

22.2.10

Ese invierno (Weldon Kees)

Frío el suelo y aun más fría la piedra,
que emergen en ruinosos callejones,
parodias de edificios en la nieve;
nieve que cae y se posa sobre un mundo
al que imita, que viaja siempre al norte
hacia aquello que –dicen– sería la primavera.

Ver de nuevo las caras que pensabas
que se habían guardado para siempre,
barridas como hojas entre la multitud,
es lo mismo que ser arrastrado como ellas,
en tardes invernales, a avenidas
que viste demolidas hace años.
Las casas aún se yerguen, igual que monumentos,
las ventanas rajadas, y carteles
de “en venta” en los jardines.

Luego hay pasto de vuelta en los mismos jardines.
Y los perros que estaban de moda hace veinte años,
las calles misteriosas a la sombra estival,
maravillosos mundos dentro de un mismo mundo,
que se abren, cada uno, como manos
que prometen un rumbo sostenido.
Y te ves a vos mismo, un bobo que sonríe
al que dabas por muerto. Y la nieve que cae
y que cae en un mundo más oscuro.

18.2.10

La noche, el porche (Mark Strand)

Mirar fijo el vacío es aprender de memoria
el lugar hacia donde seremos arrastrados,
y desnudarse al viento es sentir lo inasible
en algún lugar, cerca. Los árboles se pueden
agitar o estar quietos. El día o la noche pueden
ser lo que quieren ellos. Lo que deseamos, más
que una estación o un clima, es la comodidad
de ser extraños, aunque sea para nosotros.
Ése es el quid de la cuestión. Incluso ahora
pareciera que estamos esperando algo,
que con su aparición se esfumara. El sonido
de unas hojas que caen, o quizá de una sola,
o menos, todavía. Lo que hay para aprender
es infinito. El libro nos dice todo eso
pero jamás fue escrito con nosotros en mente.

15.2.10

Por lapso de dos años (Weldon Kees)

Esta nada que se alimenta de sí misma:
lápices que en la mano se hacen agua,
partes de una oración que cuelgan en el aire,
ideas que se quiebran en la mente
como si fueran de cristal y páginas
en blanco que reflejan el mundo, destiñeron
el mundo que me conminó a callar.

Hubo dos años de eso. Lentamente,
aquello, lo que sea, que se parte,
se desarma, se corta, se enmaraña, se raja
o se divide para impulsarme a esa dieta
de corrosión, ardió y luego parpadeó
hasta el final. Ahora, con letra más madura,
trazo mi nombre. Ahora, con la voz extrañada,
les hablo a los silencios de cuartos alterados,
sacudidos por el conocimiento
de la repetición y del retorno.

11.2.10

Pequeña oración (Weldon Kees)

Movete, reloj muerto, que cambien tus agujas,
y que este nuevo día comience deslumbrando
estos ojos enfermos. Ardé, resplandecé,
viejo sol, vos que tanto estuviste ocultándote,
que encuentre nuevamente el tiempo su sonido
y limpie lo que sea que recuerda una herida
después de haber sanado.

8.2.10

Meditaciones sobre una cornisa (Amy Benoit)

Cuando volvía a casa el otro día,
cargada con las bolsas de las compras
en la canasta de mi bicicleta,
di la vuelta a una esquina y me detuve:
un camión de bomberos taponaba
la calle; una figura diminuta,
en la ventana de un noveno piso,
agitaba frenética los brazos
encaramada sobre la cornisa;
y un grupo heterogéneo de curiosos
se había congregado en la vereda:
dos jubilados señalando el cielo,
él apoyado en su andador, su esposa
haciéndose visera con la mano;
un par de adolescentes con sus piercings
y sus mochilas del colegio, enviándose
mensajitos de texto el uno al otro;
dos policías gordos que tomaban
café en vasos de plástico, apoyados
sobre el capot de un patrullero, mientras
un tercero le hablaba por megáfono
al potencial suicida; un camarógrafo
de incipiente calvicie, con la cámara
junto a él en el suelo, ociosamente
mascando chicle; y una periodista
con su espejo de mano, retocándose
el maquillaje mientras esperaba
para salir al aire.

Yo seguí
mi camino. Ya en casa, horas más tarde,
prendí el televisor de la cocina
para mirar el noticiero mientras
preparaba la cena. Oí que hablaban
del hombre que había visto en la cornisa:
trabajaba limpiando las ventanas
de algunas oficinas de la zona.
Lo habían disuadido los bomberos.
Cuando lo entrevistaron, declaró:
“Yo me pasé la vida en la cornisa.
No sabía qué más podía hacer”.

En la cocina, tras la cena, sola,
mientras fregaba la olla que había puesto
en remojo, me puse a pensar qué hace
que una vida reclame la atención
de las demás. Y fui a acostarme al cuarto.
Mi marido dormía con la tele
en un canal de compras. En su mesa
de luz, el velador aún estaba
prendido. Nuestra foto había quedado
mal apoyada sobre un libro, al borde.

4.2.10

Vos decís (Mark Strand)

Está todo en la mente, vos decís, y no guarda
ninguna relación con la felicidad. Pueden venir el frío
o el calor, pero la mente tiene todo el tiempo del mundo.
Vos me tomás del brazo y me decís que algo está por pasar,
algo insólito, para lo que siempre estuvimos preparados,
igual que el sol que llega después de un día en Asia,
o la luna que parte tras pasar una noche con nosotros.

1.2.10

Llegar a esto (Mark Strand)

Hicimos lo que se nos dio la gana.
Nos libramos de sueños, prefiriendo la industria
pesada de cada uno, y le abrimos las puertas al dolor
y al hábito imposible de quebrar lo bautizamos “ruina”.

Ahora estamos acá.
Está lista la cena y no podemos comer.
La carne está apoyada sobre ese lago blanco que es el plato.
El vino espera.

Llegar a esto
tiene sus recompensas: nada se nos promete y nada se nos quita.
Y no tenemos corazón ni nada que nos salve,
ningún lugar adonde ir, ni tampoco razón para quedarnos.