29.7.10

Fábula (Louise Glück)

Bajé la vista, entonces, y observé
el mundo en el que estaba entrando, que iba a ser mi hogar.
Miré a mi compañero y dije: “¿Dónde estamos?”.
“En el Nirvana”, respondió.
Y yo volví a decirle: “Pero la luz no nos dará descanso”.

26.7.10

Paciencia (Kay Ryan)

La paciencia es más amplia
que una misma, una vez
que nos la imaginamos
con jirones de ríos,
lejanas cordilleras,
tareas emprendidas
y llevadas a término
con modesto entusiasmo
por nativos vestidos
con su típico atuendo.
Quién hubiera pensado
que esperar podía ser
sustentable, un lugar
con sus propias cosechas.
O que en la plenitud
del tiempo los diamantes
de la paciencia no
podrían distinguirse
de los genuinos, en
su brillo o su dureza.

22.7.10

El Club del Crimen (Weldon Kees)

No hay ningún mayordomo, ni mucama suplente,
ni sangre en la escalera. Ninguna tía excéntrica,
tampoco un jardinero, ni siquiera un amigo
de la familia, sonriente entre los adornos
y la escena del crimen. Solamente una casa
suburbana, que tiene la puerta abierta. El perro
les ladra a unas ardillas mientras pasan los autos.
El cadáver, bien muerto. La mujer, en Florida.

Revisemos las pistas: ese pisapuré
adentro de un florero; los pedazos de foto
de un equipo de básquet, tirados en el hall
con los restos de un cheque; la carta a Shirley Temple
aún sin enviar; el prendedor de Hoover
en el saco del muerto; la nota: “Que te maten
así, debo decirles, no está del todo mal”.

Sorprende que aún el caso no haya sido resuelto,
y que haya enloquecido Le Roux, el detective,
que ahora se la pasa en una habitación
blanca, con una bata, también blanca, gritando
que todos están locos, y que ninguna pista
lleva a ninguna parte, o que, si no, conduce
a una pared tan alta que no se puede ver
dónde termina; grita cosas sobre la guerra,
y que nada podrá resolverse jamás.

19.7.10

Retorno del fantasma (Weldon Kees)

No haya partida súbita esta vez,
viejo fantasma, tanto tiempo ausente. Amigo de esta casa,
calentá junto al fuego toda tu evanescencia,
este fuego que nos abrasa a ambos por las noches finitas.
En los años de mi germinación, vos asediabas incansable el polvo
del ático, la oscuridad del sótano,
ululando en los cuartos de servicio, haciendo crujir puertas.
Los días transcurrían con tus continuidades.

Y ahora empiezan las noches. Tu ausencia desparrama
un silencio más largo por los cuartos. Nos asustamos a nosotros mismos.
Hay un postigo que golpea en la mente,
antiguas telarañas que se agitan tras los ojos,
y un insistente grito de advertencia dentro del corazón.
––Viejo fantasma, amigo de esta casa, quedate con nosotros.
Si no, ¿quién quedaría para empujarnos
al pasado, nuestra nostalgia en ruinas?

15.7.10

Una postal (Joseph Brodsky)

A causa de la superpoblación
los polígamos y los asesinos
seriales salen libres; y si hay
un accidente aéreo, únicamente
se habla de él (casi siempre en las noticias)
cuando ocurre en algún área boscosa:
a las complicaciones del acceso
se suma la cuestión del medio ambiente,
que hace todo más trágico. Los teatros
están repletos, tanto las butacas
como los escenarios. Y jamás
un tenor canta solo un aria: casi
siempre hay seis a la vez, o a veces uno
que es gordo como seis. Lo mismo vale
para el gobierno, cuyas oficinas
están toda la noche con las luces
prendidas y trabajan en distintos
turnos, como las fábricas, rehenes
del censo. Todo, aquí, es una pandemia:
lo que le gusta a uno gusta a muchos,
ya sea un deportista, algún perfume
o una comida. Así, por consiguiente,
todo lo que uno diga o haga es
un acto de lealtad. Del mismo modo,
según parece, la Naturaleza
se ha hecho eco del denominador
común, y cada vez que llueve, que es
poco, las nubes se demoran más
no dando vueltas por sobre el estadio
militar, sino sobre el cementerio.

12.7.10

Ritos para el invierno (Weldon Kees)

Ahora, a aquellas albas que vienen de los polos
traídas por la larga ráfaga de tormentas
de febrero –es entonces que a través de lo oscuro
los copos son barridos al norte, y las montañas
de hielo azul son como un metal para el sol–
no les ofrezcas luz ni les ofrezcas fuego.
Tu desnudez, tu mano vacía y aterida,
son la ofrenda perfecta, la sangre a la que aún
no le llegó el deshielo, los huesos de la escarcha.

Sin este rito, en esta planicie hecha de hielo,
la negra nieve del año anterior se queda
demorada: una nieve negra que cae antes
de que vuelva el calor, y se transforma en lluvia,
en una lenta lluvia que se detiene cuando
el sol pasa atronando los cielos divididos.
La exposición provoca que la sangre se mueva
una vez más. Las venas recobran su calor.
Un mundo verde ensaya ante ojos invernales.

8.7.10

Las sonrisas de los bañistas (Weldon Kees)

Las sonrisas de los bañistas se evaporan cuando salen del agua,
y el amante percibe cómo cae la tristeza cuando todo termina, al dejar a su amor.
El profesor que cierra el libro cuando da la medianoche en el reloj es vano y viejo.
El alivio que siente el piloto una vez que aterrizó no lo deja tranquilo.
Estas cosas perfectas y privadas, que van aprisionándonos, tienen finales imperfectos, públicos–
El agua, el viento, el vuelo, las palabras recordadas, y el acto del amor
son sólo interrupciones. Y el mundo, que al igual que un animal salvaje, es impaciente y rápido,
sólo espera a los muertos. No hay muerte para vos. Estás involucrado.

5.7.10

Principios de invierno (Weldon Kees)

La remembranza del verano es la conciencia del invierno.
Sentado, o caminando, o simplemente de pie, inmóvil,
ganándome la vida, o contemplando cómo cae la nieve,
recuerdo el sol en las veredas de un lugar más cálido;
un hotelito, las facciones de una chica muerta;
en estas cosas pienso, a mayor altitud, mirando al oeste.

Pero hace frío en la habitación y las palabras de los libros son frías;
y preguntarse si obtenemos lo que merecemos es absurdo,
y no ofrecen respuesta ni el ruido de una puerta sin pestillo que el viento
hace vibrar, ni el ruido de la nieve sobre los tejados, ni el resplandor
del sol de invierno. Lo que aprendimos no es lo que nos enseñaron.
Miro la nieve, busco a tientas el latido que no está.

1.7.10

Los antiguos programas que hemos falsificado (Weldon Kees)

Los antiguos programas que hemos falsificado,
cansados camaradas, flotan sobre nosotros
como aves temerosas. No los ignoraremos.
Visibles y callados, han estado gritándonos
a algunos de nosotros mientras en nuestras camas
yacíamos insomnes, creyendo que la tumba
nos llamaba, o que oíamos a enemigos vencidos,
muertos hace ya tiempo, que se habían entregado
al alcohol o a las drogas, o acaso a la política,
o tan sólo habían muerto, o iniciado una nueva
carrera en la política o quizá en el teatro.
Es verdad que no estamos todos aquí esta noche.
Algunos ahora están en el bando enemigo
(disculpen que sonría); otros han intentado
aliviar sus temores mediante el psicoanálisis
o barrerlos debajo de la alfombra; y algunos
se pegaron un tiro en un baño. ¿Una década
ya pasó? ¿De verdad? Acá estamos de nuevo.