31.1.11

Tiempo de locos (John Ashbery)

Es el tiempo de locos que está haciendo:
de repente tropieza hacia adelante, y luego se recuesta
entre los pastos ralos y las flores blancas, delicadas y sin nombre.
Una gente se puso a hacer ropa con eso,
cosiendo la blancura de las lilas con un rayo
en una encrucijada ignota. El cielo
llama a la tierra sorda. El desarreglo proverbial
de la mañana se corrige a sí mismo cuando vos te parás.
Estás vestido con un texto. Los versos
caen marchitos sobre tus cordones, y yo nunca querré ni necesitaré
otra literatura que esta poesía hecha de barro
y de reminiscencias ambiciosas de la época en que surgía fácilmente
de lo que por entonces eran bosques y campos arados y tenía
una sencilla dignidad inconsciente, a la que ahora nunca podríamos esperar
aproximarnos, salvo en una quebrada muy estrecha que nadie
va a ir a inspeccionar, donde quizás una última muestra de ese espécimen raro
y poco interesante esté dando algún brote, al menos por lo poco que se sabe.

27.1.11

Un cuchillo de piedra (James Schuyler)

26 de diciembre de 1968
Querido Kenward:
qué joyita
de abrecartas. Es justo lo que andaba
necesitando, algo
donde posar los ojos, que siempre
había querido, que equivale
a decir que se trata de algo
cuya falta sentí sin ser consciente
de ella, algo sin uso práctico
y a la vez esencial, como una caja
de botones, o mapas, cielos verdes
matutinos, islitas y canales
en un plato de avena, o el vapor
de un consomé de ostras. Ágata marrón,
veteada como un bosque
por un humo que tiene
el toque acuoso de la seda de mar,
en una rápida ensenada
de aguas contaminadas por el óxido.
Presenta líneas ondulantes
de atardecer del norte, como un Munch
sin angustia, con dejos
casi de ámbar: en nariz,
una idea resinosa, a la vista
una aguja laqueada, verde
donde no existe ningún verde, como
una imagen residual, pero presente.
Pulido como un hacha, y elegante
como un pequeño lago de montaña,
tan viril como un lingam,
el clima de noviembre vuelto piedra,
¿para qué cosa sirve
exactamente? ¿Para
abrir cartas? No, se trata de un objeto,
feroz, oscuro, hermoso,
cuya sorpresa está
en que la sorpresa, una vez
que pasó, sigue ahí para siempre:
algo que al disfrutarse
no se consume. Lo i-
rrecuperable vuelve
en un mundo marrón
fabricado en madera,
salpicado de nieve, ojo de la tor-
menta aún en piedra.

24.1.11

En la Granja del Norte (John Ashbery)

En algún lado, alguien viene hacia vos con furia,
a una velocidad extraordinaria, viajando día y noche,
por tormentas de nieve, al calor del desierto, dejando atrás torrentes
y atravesando estrechos pasadizos.
Sin embargo, ¿él sabrá dónde encontrarte,
te reconocerá cuando te vea,
te entregará lo que tenía para vos?

Acá no crece casi nada;
de todos modos, los graneros están llenos de harina,
los costales de harina apilados hasta el techo.
En los arroyos corre dulce el agua, engordando a los peces;
pájaros oscurecen el cielo. ¿Bastará
con sacar a la noche un platito con leche,
con pensar en él de vez en cuando,
de vez en cuando y siempre, con sentimientos encontrados?

20.1.11

El desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento (John Ashbery)

Nos advirtieron sobre las arañas y la ocasional hambruna.
Agarramos el auto y nos fuimos al centro a ver a los vecinos.
Ninguno estaba en casa. Hicimos nido en los jardines
que el municipio había diseñado, nos acordamos de otros
lugares diferentes, ¿pero lo eran? ¿No sabíamos todo de antemano?

En viñedos en los que el himno de la abeja ahoga la monotonía
dormimos por la paz y nos sumamos a la gran campaña.
Él se acercó hasta mí.
Todo era como entonces,
excepto por el peso del presente,
que destruía el pacto que habíamos celebrado con el cielo.
En realidad, no había razón para alegrarse,
tampoco era imperioso regresar.
Estábamos perdidos con sólo estar ahí parados,
escuchando el zumbido de los cables encima de nosotros.
Lloramos la meritocracia, que con salvaje vehemencia,
había puesto comida en nuestra mesa y leche en nuestros vasos.

De forma arrabalera, descuidada, caminamos de vuelta
hasta la roca de cristal de cuarzo en que se había convertido,
pura preocupación y miedo por nosotros.
Bajamos con cuidado
al último escalón. Ahí uno puede lamentarse y respirar,
enjuagar sus efectos personales en el manantial helado.
Sólo hay que precaverse de los osos y lobos que suelen frecuentarlo,
y de la sombra que te sobreviene cuando esperás el alba.

17.1.11

Hornacina (John Ashbery)

¿Será posible que la primavera
se esté acercando una vez más? Siempre nos olvidamos
de qué cosa mecánica resulta, porosa como el sueño,
a la deriva sobre el horizonte, sin querer tomar partido,“independiente
de última hora”, salvo que se le impute -¡qué horror!- una intención,
y que todo el sentido de su ser primavera se hunda
como un pozo hecho en la arena. De todos modos, tiene
una respiración entrecortada, hay que reconocérselo.
Y si otras estaciones fueran a coagularse
y convertirse en años, como pintura derramada, seca,
¿por qué? ¿quién nos podría criticar que no fuimos previsores?
En efecto, cuidamos a los otros como si fueran importantes,
y ellos, haciéndose eco de ese espíritu, vinieron a dormir
a nuestra casa, y pasaron la noche dentro de una hornacina
desde la cual podía oírse claramente su respiración.
Pero aún falta para que termine. Todos los días hay
accidentes terribles. Así es como sorteamos los obstáculos.

13.1.11

El otoño comienza en Martins Ferry, Ohio (James Wright)

En el estadio de la secundaria Shreve
yo pienso en los polacos acunando porrones de cerveza en Tiltonsville,
en las caras grisáceas de los negros en los altos hornos de Benwood,
y en el sereno herniado de la Wheeling Steel
que sueña con los héroes.

Todos los padres orgullosos tienen vergüenza de volver a casa,
sus mujeres cloquean cual gallinas famélicas
y se mueren por recibir amor.

Por eso
es que sus hijos cobran una belleza de suicidas
al comenzar octubre,
y galopan terriblemente el uno contra el cuerpo del otro.

10.1.11

Belleza (B. H. Fairchild)

Por eso es que sus hijos cobran una
belleza de suicidas
James Wright –El otoño comienza en Martins Ferry, Ohio–

I

Estamos en Florencia, en el Bargello, y ella me pregunta,
¿En qué pensás? y yo le digo, En la belleza, mientras pienso
en lo lejos que estamos ahora del taller mecánico
y de los campos secos de Kansas, y de aquellos horizontes
sin árboles con cielos parecidos a pizarras y las pasiones sordas
de los obreros del petróleo y de los campesinos muertos de hambre,
lo suficientemente borrachos o románticos
para llorar de forma más o menos silenciosa
en un rincón oscuro del bar su soledad, ¿o qué, si no?, lo cual
viene a querer decir el dolor del deseo frustrado, o en resumen: la belleza,
o su falta, más bien, y ahora pienso de nuevo que jamás ningún hombre
de mi familia usó, en mi presencia ni en la de nadie más, esa palabra,
excepto para hablar, a lo mejor, del último modelo de alguna camioneta
o de un venado muerto. Esta intuición me sobrevino por primera vez
cuando era un muchachito, un día en que un azar de las ondas radiofónicas
permitió que pasara a través de la estática de nuestra Motorola nueva
una conversación sobre lo bello entre Robert Penn Warren y Paul Weiss
en la universidad de Yale. Estábamos en Kansas
comiendo papas fritas de bolsa con sabor a salsa barbacoa,
esperando que
Father Knows Best apareciera entre la nieve
de la TV rural, en el 63. Me sentí anonadado, transportado a otro lugar.
Había dos adultos que hablaban de la idea de “belleza”,
con seriedad y dignamente, como si ellos mismos
y el tema que trataban, como tema de charla entre varones,
fueran normales, como hablar del precio de la soja,
o de que es de boludos invertir en el mercado de materias primas,
o del equipo que tenía Oklahoma, o de que Gimpy Neiderland
casi se muere cuando lo operaron de hemorroides.
Hablaban de lo bello, y se pasaban haciendo referencia a Platón y a Aristóteles,
y a otro más, un tal Pater, y era probable que fuesen homosexuales.
Hubiera sido lo más natural del mundo suponerlo, porque eran dos adultos
que hablaban de lo bello, en lugar de rascarse la bragueta o putear al gobierno
por tratar de decirle lo que hacer a todo el mundo.
Eso no era algo bello. El gobierno. No es bello, aunque un hombre jamás
usaría ese término. Una vez, mi tío Ross de California,
que había venido a casa un domingo a cenar,
le dijo a mi mamá que su centro de mesa era “divino”,
y mi papá se levantó y se fue, claramente irritado por el término “divino”,
quizás sumado a lo que representaba California para él,
y a que a mi tío le gustaba bailar tap. La luz de las persianas venecianas,
la luz plateada y otoñal de Kansas, que bañaba la mesa ese domingo,
es lo que ahora recuerdo, por lo bella que era, aunque en ese momento
no habría dicho eso; bella como lo son tantos momentos
que se olvidan y luego se recuerdan, que vuelven a nosotros
en un rapto de luz: son bellos en sí mismos,
pero son aun más bellos al mezclarse en el recuerdo,
la luz sobre la mesa dispuesta con esmero por mi madre
y la silla vacía al lado de mi tío, la luz que se filtraba
por los listones verdes de plástico en el techo del taller mecánico
en donde trabajé con mi papá tantas tardes, parado o agachado
entre charcos de luz y de sudor, con hombres que sabían
lo que significaban en verdad el trabajo, el dinero y otras cosas
duras y verdaderas, y que jamás, en ningún caso, usaban la palabra belleza.


II

Finales de noviembre, las sombras se acumulan en el ala norte
del taller, y yo miro a Bobby Sudduth trabajar en la Hobbs en unas piezas.
Vuelve a fallar un corte, puta madre, qué máquina del orto,
y empieza una vez más, con torpeza, despacio, a una o dos juntas
de hacerse despedir, igual a él todo le chupa un huevo.
Vuelve a poner la pieza, mientras le brillan las muñecas blancas
a la luz de las lámparas, que dejan ver unos tatuajes toscos y despintados,
recuerdos ambos de una noche en Tijuana, y prosigue el relato
de su autobiografía sexual,
Chabón, yo me cogí a mi hermana,
y, posta, que no estuvo nada mal. Después, en Filipinas, me agarré gonorrea;
para mí, un hombre que no tuvo nunca ninguna enfermedad
venérea, no es un hombre. Yo me alejo, consciente
de que acabo de oír la frase más idiota pronunciada jamás
por animal u hombre. Alrededor de mí, el aire vibra
con un zumbido bajo, metálico y sombrío, y en el momento en que alguien
abre la enorme puerta del taller, la luz se cuela igual que se derrama
la leche de un tazón. Entra una ráfaga estridente y plomiza,
como arremolinada, y ese viento caliente me embolsa el mameluco,
y en el patio, el escape del camión malacate petardea, y se niega a arrancar.
Se va tiñendo el cielo de amarillo y chillan los gorriones en las vigas.
En Dallas, esa tarde, asesinan a Kennedy.

Dos semanas más tarde, sentados sobre mesas giratorias
y sobre bloques móviles cuyos rulemanes cubren el piso del taller
como huevos gigantes, cerramos la canasta del almuerzo,
después nos recostamos a fumar, y miramos el humo y las motas de polvo
subir y dispersarse hacia la luz. Todos nosotros vimos la noticia en la tele
y las fotos de
Life, en nuestros cuartos como cuevas,
la luz de la pantalla proyectando asesinatos, multitudes, sobre nuestras caras,
algunos lo soñaron con la tele prendida, zumbando y parpadeando,
vieron el brazo de ella sobre el cuerpo espigado, a los hombres de negro
que se apiñaron a su alrededor, como polillas, y la caravana,
esa larga serpiente, detenerse. Luego escuchamos al presentador,
y despertamos en la oscuridad, sin poderlo creer. Ahora hablamos de eso,
con los ojos clavados en el techo de chapa, que parece una enorme pantalla,
qué país más extraño, puta madre, mientras que Bobby Sudduth hace un bollo
con su bolsa de Fritos y le apunta al reloj de fichar, y dice, La verdad,
Oswald, que de tan lejos, fue una belleza el tiro.


III

El verano siguiente. Un Corvette negro brilla como un pedazo
de ónix en el patio, adentro vienen dos muchachos jóvenes,
parecidos a Marlon Brando, que dicen “Hollywood”
cuando Bobby pregunta de dónde son. El capataz, que es mi papá,
los trajo porque estamos tapados de trabajo, en el taller y el patio
hay apiladas partes de las plataformas petroleras, todos los días vienen
remolques a dejar los malacates rotos de perforación, estamos como locos.
Hay un ruido terrible, un grupito de obreros de una plataforma descompuesta
gritan órdenes, los peones del taller entre los engranajes de los malacates,
sopletean los rulemanes congelados para aflojarlos luego a martillazos.
El armazón de hierro retumba como un parche de tambor. Buscando algo de paz,
yo me subo a unos caños para fumar un cigarrillo rápido,
y así comienza para mí este recuerdo, el más extraño
de todos los que tengo del taller y de los hombres que en él trabajaban,
porque el silencio se ha cernido sobre mí, como la sombra de las cajas
que todos los otoños me pasaban volando por sobre la cabeza,
como el callado cambio imperceptible de las estaciones,
el taller de repente se volvió silencioso en la mitad de un día de trabajo,
y me pongo a mirar a través de las puertas, que son altas,
y veo a los maquinistas de espaldas, el chillido conjunto de los tornos,
y los veo en el medio del taller, en un rectángulo de luz, los dos californianos,
mientras los soldadores se levantan las máscaras y miran para arriba,
lo primero que veo son sus caras, que tienen la expresión
de un chico en el zoológico, o la de quien ha visto la nieve por primera vez,
al ver a los dos hombres desnudos, con la ropa apilada en el suelo,
como si fueran a meterse al agua, y recuerdo lo frágiles y pálidos
que parecían sus cuerpos junto al hierro y al metal de las perforadoras
y los molinos y los tornos. Yo en ese entonces no sabía lo que era
un exhibicionista, por lo cual pensé por un momento
que les había fallado la memoria, que por algún motivo se habían olvidado
del lugar en que estaban, que esto no era el vestuario después de algún partido,
que no iban a ducharse, que éste no era el lugar apropiado para eso,
que iban a darse cuenta, y que, súbitamente avergonzados,
se empezarían a vestir de nuevo. Pero no, no lo hicieron, y en mi recuerdo están
congelados, posando igual que los modelos de las clases de dibujo,
y podría decirse que el boceto que forman, aunque no lo podría decir yo
ni ningún otro hombre, es bello, están parados para siempre
ahí, con el reloj corriendo detrás de ellos, el tiempo corre pero no se mueve,
como ese túnel blanco de silencio entre el momento en que cae la pelota
y el estruendo de las hombreras al golpearse,
que parece que nunca va a llegar, y de repente llega, y escucho a alguien respirar
a mi derecha, al lado de la Hobbs, y es Bobby Sudduth, que tiene una expresión
que, me parece ahora, no es de rabia, sino de terror,
una expresión salvaje, como de un animal, que se le ve en los ojos
y en la tensión de la mandíbula y el cuello, todo se hace borroso y de repente
alza la mano izquierda y tiene una lima de hierro, y avanza hacia los hombres
que lo esperan inmóviles y atentos, como un ciervo que tiembla
en un claro del bosque, y mi papá aparece de inmediato
entre Bobby y los hombres, como si los estuviera despertando
de un sueño prolongado, y extiende el brazo para tocarle el hombro al rubio,
y les dice con una voz que es casi terrible por su amabilidad,
su discreción,
Muchachos, van a tener que irse. Mira a Bobby, que vuelve
a desaparecer entre las sombras de la Hobbs, y luego vuelve caminando rápido
a su oficina, en el frente del taller, y pronto el Corvette negro
con la chapa naranja que dice California se aleja a todo lo que da por la 54
y se pierde en el sol, rumbo al oeste.

IV

Ahí están, como siempre los voy a recordar,
estos hombres que alguna vez fueron fullbacks, guardias o tackles,
agachados los dos, en posición de tres puntos, el puño contra el suelo,
hambrientos de la gloria de la secundaria y del orgullo de sus padres, ávidos
por galopar terriblemente contra el cuerpo del otro, cada uno en su cuerpo,
observando la desnudez de un cuerpo como el suyo,
hombres que cada otoño habían seguido al padre por los campos
de Kansas, llenos de faisanes, y que cuando eran chicos
habían bajado del tractor, después de haber logrado hacer
su primer surco recto, limpiando con la lengua la tierra de los labios,
la mano de sus padres apoyada en sus hombros suavemente,
hombres que en las cocinas calientes en invierno por el horno encendido
de sus casas bautistas vieron luego de un baño el cuerpo de sus padres
que los hizo sentir disminuidos, que ese mismo invierno
sintieron en el patio de la escuela por primera vez la extraña intimidad
del puño en el mentón de otro chico más grande, pero de todos modos
lo siguieron golpeando ferozmente, y se fueron, sintiendo por primera vez
la fuerza, la abundancia, de sus propios cuerpos. E imagino a los hombres,
esa tarde, después del día más extraño de sus vidas,
tras irse del taller sin pronunciar palabra,
y recorrer el largo camino de regreso solos en sus camionetas,
los veo en sus casitas blancas de madera, donde termina el pueblo,
perdidos en el largo silencio de la tarde,
finalmente encarando a su mujer, tocando sin hablarle
sus cabellos, que ella aprendió que debe llevar sueltos
a esta hora de la noche, sacándole el camisoncito blanco,
mientras ella a su vez le saca la camisa de trabajo,
empapada de grasa y de sudor por la labor del día,
hasta que están desnudos el uno frente al otro, y empiezan a tocarse
los cuerpos en una coreografía lenta de gestos familiares,
ella le toca el pecho, la mano de él roza los pechos de ella,
pero él no dice la palabra “bello” porque no puede ni podría nunca,
y ella no la dice para no avergonzarlo, como avergonzaría a todos
los hombres que conoce, aunque es precisamente la palabra en que pienso
acá parado frente al David de Donatello, con mi esposa tocándome la manga,
¿En qué pensás?, y yo pienso en la carta que hace ya varios años
me mandó mi papá, en la que me contaba cómo había muerto Bobby Sudduth,
por un único tiro de una escopeta de calibre doce
que tenía agarrada contra el pecho, supongo que su muerte
habrá sido la muerte del corazón, algo de una belleza
terrible, como alguien dijo de la muerte de Hart Crane,
aunque darle ese uso a la palabra me parece perverso, y yo en ese momento
me quedé anonadado, pensando en todo el daño que los hombres
se infligen en sus propios cuerpos,
¿En qué pensás?, me vuelve a preguntar,
y yo empiezo a contarle de una extraña tarde en Kansas,
algo sobre lo que no le había hablado nunca,
y así llegamos junto a una ventana donde la luz cambiante
esparce como un lustre sobre el marco, y mirando por ella
vemos que la ciudad brilla como kilómetros de trigo sin cortar,
hasta los edificios más lejanos se encienden a su turno,
lo mismo la gran cúpula, igual que el techo de metal del taller
se prendió fuego, tarde, un día de otoño, yo le cuento, no sabés qué belleza.

6.1.11

Uno de Horacio Castillo

BOSQUE EN LLAMAS



Esta intrincada red de ramas y reflejos es nuestro hábitat.
Aquí edificamos, en el fuego. Y una ola más pura que el aire,
más clara que el agua, socava los cimientos.
Abre la ventana: el bosque en llamas.
Pisa el umbral: la vida camina sobre las brasas.
Aquí edificamos, en el fuego. Y alrededor,
un orden nuevo condenado a morir,
un orden viejo condenado a nacer.
Abre la ventana: la vida al rojo.
Pisa el umbral: ceniza celeste.
Aquí edificamos, en el fuego. Y el alma,
como un pavo real, abre su cola en el incendio.

3.1.11

Al norte (Weldon Kees)

Si yo, como otros en sus madrigueras,
encontré una parcela del pasado
para elogiar, posiblemente existan
sustitutos del ruido y de las manchas
borrosas: el confort del aislamiento,
asegurado, estricto, que nos nutre
cuando la luz expira sobre el vidrio;
pero la mente tiene que agacharse,
desconfiada, cambiar de dirección,
y concentrarse en una luz idiota,
los días de otros azotes o de exilios
y enfermedades, donde los horrores
de la historia, que van de las cavernas,
pasando luego por los campamentos,
hasta los ataúdes del mañana,
se queman hasta la última ceniza.

¿Y la tumba del Tiempo, dónde está?
¿La descomposición, qué aspecto tiene?
Una herradura, huesos blancos, árboles
sin vida, fríos hemisferios, moho
seco y una ola azul que al mediodía
baña unas costas que no habrás de ver.