10.1.11

Belleza (B. H. Fairchild)

Por eso es que sus hijos cobran una
belleza de suicidas
James Wright –El otoño comienza en Martins Ferry, Ohio–

I

Estamos en Florencia, en el Bargello, y ella me pregunta,
¿En qué pensás? y yo le digo, En la belleza, mientras pienso
en lo lejos que estamos ahora del taller mecánico
y de los campos secos de Kansas, y de aquellos horizontes
sin árboles con cielos parecidos a pizarras y las pasiones sordas
de los obreros del petróleo y de los campesinos muertos de hambre,
lo suficientemente borrachos o románticos
para llorar de forma más o menos silenciosa
en un rincón oscuro del bar su soledad, ¿o qué, si no?, lo cual
viene a querer decir el dolor del deseo frustrado, o en resumen: la belleza,
o su falta, más bien, y ahora pienso de nuevo que jamás ningún hombre
de mi familia usó, en mi presencia ni en la de nadie más, esa palabra,
excepto para hablar, a lo mejor, del último modelo de alguna camioneta
o de un venado muerto. Esta intuición me sobrevino por primera vez
cuando era un muchachito, un día en que un azar de las ondas radiofónicas
permitió que pasara a través de la estática de nuestra Motorola nueva
una conversación sobre lo bello entre Robert Penn Warren y Paul Weiss
en la universidad de Yale. Estábamos en Kansas
comiendo papas fritas de bolsa con sabor a salsa barbacoa,
esperando que
Father Knows Best apareciera entre la nieve
de la TV rural, en el 63. Me sentí anonadado, transportado a otro lugar.
Había dos adultos que hablaban de la idea de “belleza”,
con seriedad y dignamente, como si ellos mismos
y el tema que trataban, como tema de charla entre varones,
fueran normales, como hablar del precio de la soja,
o de que es de boludos invertir en el mercado de materias primas,
o del equipo que tenía Oklahoma, o de que Gimpy Neiderland
casi se muere cuando lo operaron de hemorroides.
Hablaban de lo bello, y se pasaban haciendo referencia a Platón y a Aristóteles,
y a otro más, un tal Pater, y era probable que fuesen homosexuales.
Hubiera sido lo más natural del mundo suponerlo, porque eran dos adultos
que hablaban de lo bello, en lugar de rascarse la bragueta o putear al gobierno
por tratar de decirle lo que hacer a todo el mundo.
Eso no era algo bello. El gobierno. No es bello, aunque un hombre jamás
usaría ese término. Una vez, mi tío Ross de California,
que había venido a casa un domingo a cenar,
le dijo a mi mamá que su centro de mesa era “divino”,
y mi papá se levantó y se fue, claramente irritado por el término “divino”,
quizás sumado a lo que representaba California para él,
y a que a mi tío le gustaba bailar tap. La luz de las persianas venecianas,
la luz plateada y otoñal de Kansas, que bañaba la mesa ese domingo,
es lo que ahora recuerdo, por lo bella que era, aunque en ese momento
no habría dicho eso; bella como lo son tantos momentos
que se olvidan y luego se recuerdan, que vuelven a nosotros
en un rapto de luz: son bellos en sí mismos,
pero son aun más bellos al mezclarse en el recuerdo,
la luz sobre la mesa dispuesta con esmero por mi madre
y la silla vacía al lado de mi tío, la luz que se filtraba
por los listones verdes de plástico en el techo del taller mecánico
en donde trabajé con mi papá tantas tardes, parado o agachado
entre charcos de luz y de sudor, con hombres que sabían
lo que significaban en verdad el trabajo, el dinero y otras cosas
duras y verdaderas, y que jamás, en ningún caso, usaban la palabra belleza.


II

Finales de noviembre, las sombras se acumulan en el ala norte
del taller, y yo miro a Bobby Sudduth trabajar en la Hobbs en unas piezas.
Vuelve a fallar un corte, puta madre, qué máquina del orto,
y empieza una vez más, con torpeza, despacio, a una o dos juntas
de hacerse despedir, igual a él todo le chupa un huevo.
Vuelve a poner la pieza, mientras le brillan las muñecas blancas
a la luz de las lámparas, que dejan ver unos tatuajes toscos y despintados,
recuerdos ambos de una noche en Tijuana, y prosigue el relato
de su autobiografía sexual,
Chabón, yo me cogí a mi hermana,
y, posta, que no estuvo nada mal. Después, en Filipinas, me agarré gonorrea;
para mí, un hombre que no tuvo nunca ninguna enfermedad
venérea, no es un hombre. Yo me alejo, consciente
de que acabo de oír la frase más idiota pronunciada jamás
por animal u hombre. Alrededor de mí, el aire vibra
con un zumbido bajo, metálico y sombrío, y en el momento en que alguien
abre la enorme puerta del taller, la luz se cuela igual que se derrama
la leche de un tazón. Entra una ráfaga estridente y plomiza,
como arremolinada, y ese viento caliente me embolsa el mameluco,
y en el patio, el escape del camión malacate petardea, y se niega a arrancar.
Se va tiñendo el cielo de amarillo y chillan los gorriones en las vigas.
En Dallas, esa tarde, asesinan a Kennedy.

Dos semanas más tarde, sentados sobre mesas giratorias
y sobre bloques móviles cuyos rulemanes cubren el piso del taller
como huevos gigantes, cerramos la canasta del almuerzo,
después nos recostamos a fumar, y miramos el humo y las motas de polvo
subir y dispersarse hacia la luz. Todos nosotros vimos la noticia en la tele
y las fotos de
Life, en nuestros cuartos como cuevas,
la luz de la pantalla proyectando asesinatos, multitudes, sobre nuestras caras,
algunos lo soñaron con la tele prendida, zumbando y parpadeando,
vieron el brazo de ella sobre el cuerpo espigado, a los hombres de negro
que se apiñaron a su alrededor, como polillas, y la caravana,
esa larga serpiente, detenerse. Luego escuchamos al presentador,
y despertamos en la oscuridad, sin poderlo creer. Ahora hablamos de eso,
con los ojos clavados en el techo de chapa, que parece una enorme pantalla,
qué país más extraño, puta madre, mientras que Bobby Sudduth hace un bollo
con su bolsa de Fritos y le apunta al reloj de fichar, y dice, La verdad,
Oswald, que de tan lejos, fue una belleza el tiro.


III

El verano siguiente. Un Corvette negro brilla como un pedazo
de ónix en el patio, adentro vienen dos muchachos jóvenes,
parecidos a Marlon Brando, que dicen “Hollywood”
cuando Bobby pregunta de dónde son. El capataz, que es mi papá,
los trajo porque estamos tapados de trabajo, en el taller y el patio
hay apiladas partes de las plataformas petroleras, todos los días vienen
remolques a dejar los malacates rotos de perforación, estamos como locos.
Hay un ruido terrible, un grupito de obreros de una plataforma descompuesta
gritan órdenes, los peones del taller entre los engranajes de los malacates,
sopletean los rulemanes congelados para aflojarlos luego a martillazos.
El armazón de hierro retumba como un parche de tambor. Buscando algo de paz,
yo me subo a unos caños para fumar un cigarrillo rápido,
y así comienza para mí este recuerdo, el más extraño
de todos los que tengo del taller y de los hombres que en él trabajaban,
porque el silencio se ha cernido sobre mí, como la sombra de las cajas
que todos los otoños me pasaban volando por sobre la cabeza,
como el callado cambio imperceptible de las estaciones,
el taller de repente se volvió silencioso en la mitad de un día de trabajo,
y me pongo a mirar a través de las puertas, que son altas,
y veo a los maquinistas de espaldas, el chillido conjunto de los tornos,
y los veo en el medio del taller, en un rectángulo de luz, los dos californianos,
mientras los soldadores se levantan las máscaras y miran para arriba,
lo primero que veo son sus caras, que tienen la expresión
de un chico en el zoológico, o la de quien ha visto la nieve por primera vez,
al ver a los dos hombres desnudos, con la ropa apilada en el suelo,
como si fueran a meterse al agua, y recuerdo lo frágiles y pálidos
que parecían sus cuerpos junto al hierro y al metal de las perforadoras
y los molinos y los tornos. Yo en ese entonces no sabía lo que era
un exhibicionista, por lo cual pensé por un momento
que les había fallado la memoria, que por algún motivo se habían olvidado
del lugar en que estaban, que esto no era el vestuario después de algún partido,
que no iban a ducharse, que éste no era el lugar apropiado para eso,
que iban a darse cuenta, y que, súbitamente avergonzados,
se empezarían a vestir de nuevo. Pero no, no lo hicieron, y en mi recuerdo están
congelados, posando igual que los modelos de las clases de dibujo,
y podría decirse que el boceto que forman, aunque no lo podría decir yo
ni ningún otro hombre, es bello, están parados para siempre
ahí, con el reloj corriendo detrás de ellos, el tiempo corre pero no se mueve,
como ese túnel blanco de silencio entre el momento en que cae la pelota
y el estruendo de las hombreras al golpearse,
que parece que nunca va a llegar, y de repente llega, y escucho a alguien respirar
a mi derecha, al lado de la Hobbs, y es Bobby Sudduth, que tiene una expresión
que, me parece ahora, no es de rabia, sino de terror,
una expresión salvaje, como de un animal, que se le ve en los ojos
y en la tensión de la mandíbula y el cuello, todo se hace borroso y de repente
alza la mano izquierda y tiene una lima de hierro, y avanza hacia los hombres
que lo esperan inmóviles y atentos, como un ciervo que tiembla
en un claro del bosque, y mi papá aparece de inmediato
entre Bobby y los hombres, como si los estuviera despertando
de un sueño prolongado, y extiende el brazo para tocarle el hombro al rubio,
y les dice con una voz que es casi terrible por su amabilidad,
su discreción,
Muchachos, van a tener que irse. Mira a Bobby, que vuelve
a desaparecer entre las sombras de la Hobbs, y luego vuelve caminando rápido
a su oficina, en el frente del taller, y pronto el Corvette negro
con la chapa naranja que dice California se aleja a todo lo que da por la 54
y se pierde en el sol, rumbo al oeste.

IV

Ahí están, como siempre los voy a recordar,
estos hombres que alguna vez fueron fullbacks, guardias o tackles,
agachados los dos, en posición de tres puntos, el puño contra el suelo,
hambrientos de la gloria de la secundaria y del orgullo de sus padres, ávidos
por galopar terriblemente contra el cuerpo del otro, cada uno en su cuerpo,
observando la desnudez de un cuerpo como el suyo,
hombres que cada otoño habían seguido al padre por los campos
de Kansas, llenos de faisanes, y que cuando eran chicos
habían bajado del tractor, después de haber logrado hacer
su primer surco recto, limpiando con la lengua la tierra de los labios,
la mano de sus padres apoyada en sus hombros suavemente,
hombres que en las cocinas calientes en invierno por el horno encendido
de sus casas bautistas vieron luego de un baño el cuerpo de sus padres
que los hizo sentir disminuidos, que ese mismo invierno
sintieron en el patio de la escuela por primera vez la extraña intimidad
del puño en el mentón de otro chico más grande, pero de todos modos
lo siguieron golpeando ferozmente, y se fueron, sintiendo por primera vez
la fuerza, la abundancia, de sus propios cuerpos. E imagino a los hombres,
esa tarde, después del día más extraño de sus vidas,
tras irse del taller sin pronunciar palabra,
y recorrer el largo camino de regreso solos en sus camionetas,
los veo en sus casitas blancas de madera, donde termina el pueblo,
perdidos en el largo silencio de la tarde,
finalmente encarando a su mujer, tocando sin hablarle
sus cabellos, que ella aprendió que debe llevar sueltos
a esta hora de la noche, sacándole el camisoncito blanco,
mientras ella a su vez le saca la camisa de trabajo,
empapada de grasa y de sudor por la labor del día,
hasta que están desnudos el uno frente al otro, y empiezan a tocarse
los cuerpos en una coreografía lenta de gestos familiares,
ella le toca el pecho, la mano de él roza los pechos de ella,
pero él no dice la palabra “bello” porque no puede ni podría nunca,
y ella no la dice para no avergonzarlo, como avergonzaría a todos
los hombres que conoce, aunque es precisamente la palabra en que pienso
acá parado frente al David de Donatello, con mi esposa tocándome la manga,
¿En qué pensás?, y yo pienso en la carta que hace ya varios años
me mandó mi papá, en la que me contaba cómo había muerto Bobby Sudduth,
por un único tiro de una escopeta de calibre doce
que tenía agarrada contra el pecho, supongo que su muerte
habrá sido la muerte del corazón, algo de una belleza
terrible, como alguien dijo de la muerte de Hart Crane,
aunque darle ese uso a la palabra me parece perverso, y yo en ese momento
me quedé anonadado, pensando en todo el daño que los hombres
se infligen en sus propios cuerpos,
¿En qué pensás?, me vuelve a preguntar,
y yo empiezo a contarle de una extraña tarde en Kansas,
algo sobre lo que no le había hablado nunca,
y así llegamos junto a una ventana donde la luz cambiante
esparce como un lustre sobre el marco, y mirando por ella
vemos que la ciudad brilla como kilómetros de trigo sin cortar,
hasta los edificios más lejanos se encienden a su turno,
lo mismo la gran cúpula, igual que el techo de metal del taller
se prendió fuego, tarde, un día de otoño, yo le cuento, no sabés qué belleza.

6 Comments:

Blogger www said...

Qué poema! Buenísimo Ezequiel. Qué alegría que existe tu blog!

Abrazo

2:06 p. m.  
Blogger costa sin mar said...

hacía muchos años que no me conmovía tanto una obra

saludos man!

12:47 p. m.  
Blogger Sandino Miguel said...

Si, es excelente. Gracias por elegirlo y compartirlo.

8:27 p. m.  
Blogger omar said...

muy pero muy bueno.

3:23 p. m.  
Anonymous Cristal said...

Hermoso.

Creo que hay una errata donde dice "el Donatello de David"; debería decir "el David de Donatello". Saludos. M.

5:07 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Uff! Muy bueno! Gracias. Me fascina. Me encanta además tu blog. Vendré a visitarte.

9:53 a. m.  

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