28.7.11

Los nudistas viejos (Adam Wolniewicz)

Pálido en mi vergüenza, los contemplo:
los viejos, los patrones de la playa.
Animales sagrados, se pasean
en grupo por la arena, discutiendo
algún tema trivial, como si el mundo
no fuera de los otros. Salpicados
de plata y sal los vientres de los hombres,
como tambores de un metal oscuro;
columpiando sus pechos las mujeres
como tubérculos enormes: visten
sus cuerpos como quien encuentra ropa
sin estrenar en el placard y, luego
de arrancar la etiqueta, se la pone.
Como menhires bajo un sol que aturde,
parecieran estar diciendo: Somos
polvo y sombra, aunque sombra que camina
hacia la luz y polvo que fecunda
una semilla, al tiempo que se funden
en el abrazo amniótico del mar.

25.7.11

La escena del crimen (Weldon Kees)

Debió de haber algún testigo acusador:
mujeres de rabiosa boca y ojos flamígeros
para llenar la casa de gritos inclementes,
pero sólo el silencio respondió a los abusos.

Debió de haber cobertura: algo más
que cortinas abiertas, peldaños serpenteando
hasta el suelo desierto, sábanas en los muebles
y una delgada línea de luz bajo la puerta.

Al bajar la escalera hacia aquel cuarto, un charco
de sangre se coló en su mente, espantoso
guía que lo condujo y se esfumó en el hall.

Debió de haber alguna condena. Pero, adentro,
sólo un viejo, aferrado a la cama y babeando,
susurró en voz muy baja: “¡Asesino!” y murió.

21.7.11

Homenaje a Arthur Waley (Weldon Kees)

Tiempo de Seattle: llueve en esta ciudad hace semanas,
y la humedad engendra polillas y un verano gris.
Me siento en este cuarto lleno de humo y releo tu libro,
con la vista cansada, mientras oigo que pitan los trenes allá abajo,
en el patio mojado, y me pregunto si vivís todavía.
Paso las páginas gastadas y leo una vez más:
“Por entre aguas brumosas y la arena llovida, al tiempo que el crepúsculo amarillo se espesa”.

18.7.11

En relación con Robinson (Weldon Kees)

En un lugar de Chelsea, principios del verano;
y, mientras caminaba en el crepúsculo hacia el puerto,
me pareció haber visto a Robinson adelante de mí.

Desde una habitación en un segundo piso, sin cortinas, en la radio
sonaba “There’s a Small Hotel”; un barrilete
zigzagueaba sobre azoteas oscuras y lentos pájaros que volaban sin rumbo.
Estábamos a solas, él y yo,
ocupantes de la calle vacía.

Debajo de un anuncio de cigarros Natural Bloom,

mientras las luces parpadeaban suavemente en la noche, yendo del rojo al verde,
se detuvo a mirar una vidriera
donde una Venus de yeso, modelando una bombacha,
miraba en dirección al tráfico que iba rumbo al este. (Pero Robinson,
según tenía entendido, no estaba en la ciudad: veranea en algún lugar de Maine,
a veces en Fire Island y a veces en el Cabo,
se va en junio y regresa después del Día del Trabajo).
Y sin embargo, casi grito: “¡Robinson!”.

No hubo oportunidad. Justo mientras pasaba,
girando la cabeza para buscar su rostro,
giró la suya al mismo tiempo
y me clavó sus ojos dilatados, terroríficos,
que me helaron la sangre. Su voz
llegó hasta mí como un eco en lo oscuro.

“Me pareció haber visto el remolino abrirse.
Pateé toda la noche una puerta cerrada.
Seguro me seguiste desde Astor Place.
En el último instante se hunde un papel vacío.
Y luego un día enorme como un ayer en pares
desenrolló su horror ante mi rostro
hasta bloquear…”. Al tiempo que corría bañado de sudor
para llegar al muelle, me volteé
a fin de cerciorarme. No podía saber a ciencia cierta,
allí en la oscuridad, si se trataba de Robinson
o de alguien más.
La calle estaba despoblada. La Venus,
bañada en una luz azul y fluorescente,
miraba fijo en dirección al río. Mientras me apresuraba hacia el oeste,
se prendían las luces a lo largo de toda la bahía.
Los barcos se movían silenciosos y sonaban las sirenas.

14.7.11

Facetas de Robinson (Weldon Kees)

Robinson juega naipes en el Hotel Algonquin; una fina luz azul
cae otra vez fuera de las persianas. Los hombres grises con sus sobretodos
son fantasmas que el viento arrastra por la puerta. Los taxis, mientras surcan
raudos las avenidas, las pintan de amarillo, anaranjado y rojo.
Llegamos a Grand Central, Sr. Robinson.

Robinson en una azotea en Brooklyn Heights; los barcos
se lamentan igual que los perdidos. El agua, una pizarra allá abajo, a lo lejos.
A través del sonido de unos cubos de hielo que alguien tira en un vaso, un osteópata]
vestido de golfista describe un viejo tour por Rusia de la agencia Intourist:
De aquí se lanzó el viejo Gibbons, Robinson.

Robinson que camina por el Central Park, admirando el elefante.
Robinson que compra el Tribune, Robinson que compra el Times. Robinson
que dice: “Hola. Sí, habla Robinson. ¿El domingo
a las cinco? Me encantaría. Muy bien, ¿y vos?”.
Robinson solo en Longchamps, con la vista clavada en la pared.

Robinson asustado, borracho, Robinson sollozante.
En la cama con una Sra. Morse. Robinson en su casa;
su disyuntiva: ¿Toynbee o luminol? Allí donde el sol brilla,
Robinson con un traje de baño con motivos florales, la mirada
fija en las olas. Donde acaba la noche, Robinson en bares del East Side.

Robinson con un saco Príncipe de Gales y zapatos de cuero graneado,
una corbata negra, nudo simple, camisa de vestir de tela Oxford,
el enjoyado y mudo reloj que se da cuerda solo, el maletín,
un impermeable, ropa de primavera, todo cubre
su triste corazón de siempre, marchito como hoja en el invierno.

11.7.11

La confesión de un damasco (Carl Adamshick)

Amo incorrectamente.
Hay algo de solemne en las manos, la forma
en que las palmas se curvan
adaptándose al contorno de la piel,
la manera en que cuentan historias.

Tendría que ser como un peregrinaje.
Un regreso a las fuentes.
Es lo que santifica.

Esta plegaria. Esta misericordia.
Quiero ser peregrino para todos
y mantenerme cerca de lo inexacto y de los desagrados
astringentes, de la díscola paz, de las palabras
privadas. Quiero estar cerca de lo revelador.
Quiero escuchar a todo el mundo susurrar.

Tras el florecimiento, me suspendo.
La encíclica que vino a través de las ramas
nos insta a echar raíces, a volvernos
el diseño que está ahí dentro encapsulado.

Carne que ayuda a que la piedra se convierta en árbol.

No quiero sostener la vida
a mis extremidades, ver cómo se prepara
para mi perpetuación.
Quiero tocar y ser tocado
por cosas similares en el mundo.

Y quiero conocer algunos pocos días seculares
de perfección. A fines de esta larga temporada única,
la luz difuminada de la mañana oculta el horizonte
del mar. Y todo adquiere
un color de pizarra, una lápida blanda
donde imprimir una filosofía.

7.7.11

La soledad de un damasco (Carl Adamshick)

Lejos del toque de la hoja, de la ramita.
Lejos de las manchas y de las huellas
de los otros. Más allá de la noche, negra como pizarra
que se llena de lluvia. Más allá del somnoliento
origen de la tristeza. De regreso
en el cuarto encarnado. El lugar
donde se guarda todo lo que se ama y se lo ordena
para el recuerdo. El delicado agarre
y el reordenamiento cariñoso de lo que falta,
como ciertas palabras, un color reflejado
en el agua hace algunos años ya. Damascos
y lo que arde. Obtuvo lo que es.
Dulce con una piedra. Dulce con
la concesión de un par de afirmaciones,
de un par de vidas que tocará sin lastimar.

4.7.11

El voto (Galway Kinnell)

Cuando se va
el amante, el voto, aunque
quebrado, permanece, aquel
vestigio de la eternidad que trae
el amor se queda
con nosotros, y le da
dignidad al sufrimiento
y lo hace más agudo.