31.12.12

Tenedor (Charles Simic)

Este objeto extrañísimo seguro
que viene del infierno.
Se parece a la pata de pájaro que usaban
alrededor del cuello los caníbales.

Al tenerlo en la mano,
mientras pinchás con él un pedazo de carne,
podés imaginarte el resto de aquel pájaro:
la cabeza, que igual que vos cuando naciste,
no tiene pico, es grande, calva y ciega.

27.12.12

Palomas al amanecer (Charles Simic)


Amigo mío, se hacen esfuerzos denodados
por ocultarnos cosas.
Algunos se desvelan hurgando en sus conciencias
y otros se desvisten mutuamente
en sus cuartos, a oscuras.

El antiguo ascensor, entre chirridos,
primero nos llevó hasta el sótano helado
para mostrarnos un balde y un trapeador,
hasta que decidió subir de nuevo
con un suspiro de exasperación.

Bajo el inmenso cielo de las primeras horas
del alba, la ciudad yace en silencio
ante nosotros. Todo detenido:
los tejados y las torres de agua,
las nubes, las volutas de humo blanco.

Paciencia, nos dijimos,
veamos si las palomas van a zurear ahora
para la que vendrá hasta la ventana
a darles bizcochuelo,
casi invisible, salvo por su brazo.

24.12.12

Uno de Gerardo Deniz


VETERANO

Al cumplirse treinta o cuarenta años
de que las callosidades isquiáticas le acabaron de
     empedrar la cara
(mosaico, ya refractario a todo, de ridículos, abyecciones,
     vueltas de camisa, retractaciones, cabronadas),
es la hora en punto
para hacerle un homenaje al viejecito,
pues nunca se apartó un ápice de sus convicciones
     juveniles.
(Se ve tan frágil;
pero tan vivaz como siempre.
Qué memoria. Qué gracejo.)
Que se vaya a chingar a su madre.

20.12.12

Denme vino, mujeres y rapé (John Keats)


Denme vino, mujeres y rapé,
hasta que grite: “¡Basta, me cansé!”.
Pueden hacerlo sin que haya objeción
hasta el día de la resurrección:
puesto que, para mí, en la eternidad,
ésa será mi Santa Trinidad.

17.12.12

Sandías (Charles Simic)

En el puesto de fruta,
Budas verdes.
Comemos la sonrisa
y escupimos los dientes.

13.12.12

Traductor invitado

OLIVERIO GIRONDO Y ENRIQUE MOLINA TRADUCEN A ARTHUR RIMBAUD



UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO




Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.

Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga.—Y la injurié.


Me armé contra la justicia.


Huí. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh cólera, a vosotras os he confiado mi tesoro.


Logré desvanecer de mi espíritu toda esperanza humana. Sobre toda alegría para estrangularla di el salto sordo de la bestia feroz.


Llamé a los verdugos para morder, mientras agonizaba, la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas, para ahogarme con la arena, la sangre. La desdicha fue mi dios. Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire del crimen. Y le di buenos chascos a la locura.


Y la primavera me trajo la horrenda risa del idiota.


Ahora bien, hallándome hace muy poco a punto de lanzar el último ¡cuac! soñé recuperar la llave del antiguo festín, en donde tal vez recobraría el apetito.


Esta llave es la caridad.—¡Tal inspiración prueba que he soñado!


"Seguirás hiena, etc...", exclama el demonio
 que me coronó con tan amables adormideras. "Gana la muerte con todos tus apetitos, y tu egoísmo y todos los pecados capitales."

¡Ah! Estoy harto de eso: —Pero, querido Satán, ¡os conjuro, ¡una mirada menos iracunda! y a la espera de algunas pequeñas vilezas rezagadas, para ti que aprecias en el escritor la ausencia de facultades descriptivas o instructivas, desprendo estas pequeñas aborrecibles hojas de mi carnet de condenado.

MALA SANGRE


HEREDO de mis antepasados galos los ojos azulblancos, el juicio estrecho, y la torpeza en la lucha. Considero mi vestimenta tan bárbara como la suya. Pero no engraso mis cabellos.

Los galos fueron los desolladores de bestias, los incendiarios de hierbas más ineptos de su tiempo.


De ellos, heredo: la idolatría y el amor al sacrilcgio; —¡oh! todos los vicios, cólera, lujuria,— magnífica, la lujuria; —y sobre todo mentira y pereza.


Me horrorizan todos los oficios. Patrones y obreros, todos plebe, innobles. La mano que maneja la pluma vale tanto como la que conduce el arado. —¡Qué siglo de manos!— Yo nunca tendré mano. Además, la domesticidad lleva demasiado lejos. Me exaspera la honradez de la mendicidad. Los criminales repugnan como los castrados: en cuanto a mí, estoy intacto, y me da lo mismo.


¡Pero! ¿quién hizo mi lengua tall pérfida como para que guiara y protcgiera hasta ahora mi pereza? Sin servirme de mi cuerpo ni siquiera para v|vir, y más ocioso que el sapo, he vivido en todas partes. No existe ulla familia dc Europa que no conozca. —Hablo de familias como la mía, que lo deben todo a la declaración de los Derechos del Hombre. —¡He conocido cada hijo de familia!


¡Si poseyera antecedentes en algún punto de la historia de Francia!


Pero no, nada.


Es evidente que siempre fui raza inferior. No comprendo la rebeldía. Mi raza sólo se sublevó para saquear: como los lobos al animal que no mataron.


Recuerdo la historia de Francia hija mayor de la Iglesia. Villano, habría hecho el viaje a Tierra Santa; rememoro caminos de las llanuras suabas, panoramas de Bizancio, murallas de Solima; el culto a María, el enternecimicnto por cl crucificado se despiertan en mí entre mil fantasías profanas. —Estoy sentado, leproso, sobre ticstos y ortigas, al pie de un muro roído por el sol.— Más tarde, mercenario, habría vivaqueado bajo las noches de Alemania.


¡Ah! más aún: con viejas y niños danzo el Sabbat en el rojizo claro de un bosque.


Mi recuerdo no va más allá de esta tierra y del cristianismo. Jamás terminaré de reverme en ese pasado. Pero siempre solo; sin familia; ¿qué lenguaje hablaría? Nunca me veo en los consejos de Cristo; ni en los consejos de los Señores, —representantes de Cristo.


Quienquiera que yo fuese en el siglo pasado, sólo vuelvo a encontrarme hoy. Nada de vagabundos, nada de guerras vagas. La raza inferior lo cubrió todo —el pueblo, como se dice, la razón; la nación y la ciencia.


¡Oh! ¡la ciencia! Todo se ha retomado. Para el cuerpo y el alma, —el viático,— contamos con la medicina y la filosofía, —los remedios de buenas mujeres y las canciones populares arregladas. ¡Y los entretenimientos de los príncipes y los juegos que ellos prohibían! ¡Geografía, cosmografía, mecánica, química!...


La ciencia, ¡la nueva nobleza! El progreso. ¡El mundo marcha! ¿Por qué no habría de girar?


Es la visión de los números. Vamos hacia el Espíritu. Lo que digo es muy cierto, es oráculo. Comprendo, e incapaz de explicarme sin palabras paganas, quisiera enmudecer.


¡La sangre pagana retorna! El Espíritu está próximo, ¿por qué no me ayuda Cristo confiriéndole a mi alma nobleza y libertad? ¡Ay! ¡el Evangelio ha muerto! ¡el Evangelio! ¡el Evangelio!


Espero a Dios con verdadera gula. Soy de raza inferior por toda la eternidad.


Heme aquí en la playa armoricana. Que las ciudades se iluminen en la noche. He cumplido mi jornada; abandono a Europa. El aire marino quemará mis pulmones; me curtirán los climas perdidos. Nadar, pisotear hierba, cazar, sobre todo fumar; beber licores fuertes como metal hirviente, —a semejanza de aquellos queridos antepasados alrededor de los fuegos.


Regresaré, con miembros de hierro, la piel ensombrecida, la mirada furiosa: por mi máscara, me juzgarán de una raza fuerte. Tendré oro: seré ocioso y brutal. Las mujeres cuidan a esos feroces lisiados reflujo de las tierras cálidas. Intervendré en política. Salvado.


Ahora estoy maldito, tengo horror a la patria. Lo m ej or, es dorm ir, completamen te ebrio , sobre la playa.


No se parte. —Retomemos los caminos de aquí, cargado con mi vicio, el vicio que echó sus raíces dc sufrimiento en mi flanco, desde la edad de la razón —que sube al cielo, me azota, me derriba, me arrastra.


La última inocencia y la última timidez. Lo dicho. No llevar al mundo mis repugnancias y mis traiciones.


¡Vamos! La marcha, el fardo, el desierto, el hastío y la cólera.


¿A quién alquilarme? ¿A qué bestia adorar? ¿A qué imagen santa atacar? ¿Qué corazones destrozaré? ¿Qué mentira debo sostener?—¿Sobre qué sangre caminar?


Cuidarse, más bien, de la justicia. —La vida dura, el simple embrutecimiento, — levantar, con el puño reseco, la tapa del féretro, sentarse, sofocarse. Así, nada de peligros, ni de senectud: el terror no es francés.


—¡Ah! me encuentro tan abandonado que ofrezco a cualquier divina imagen mis impulsos hacia la perfección.


¡Oh mi abnegación, oh mi caridad maravillosa! ¡aquí abajo, sin embargo!


De profundis Domine, ¡si seré estúpido!


Cuando aún era muy niño, admiraba al presidiario intratable tras el cual se cierran siempre las puertas de la cárcel; visitaba los albergues y las posadas que él había santificado con su presencia; veía con su idea el cielo azul y el florido trabajo del campo; husmeaba su fatalidad en las ciudades. El era más fuerte que un santo, más sensato que un viajero—y él, ¡sólo él! como único testigo de su gloria y de su razón.


En las rutas, durante las noches de invierno, sin techo, sin ropas, sin pan, una voz oprimía mi corazón helado: "Debilidad o fuerza: hete aquí, es la fuerza. No sabes a dónde vas ni por qué vas, entra en todas partes, responde a todo. Como si fueras un cadáver ya no te podrán matar." A la mañana tenía una mirada tan extraviada y un aspecto tan mucrto que aquellos que encontré quizá no me hayatz visto.


En las ciudades el fango se me aparecía súbitamente rojo y negro, como un espejo cuando la lámpara circula en la habitación contigua, ¡cual un tesoro en el bosque! Buena suerte, exclamaba, y vcía un mar dc llamas y humo en el cielo; y, a izquierda, a derecha, todas las riquezas resplandecicntes como un millar de rayos.


Pero la orgía y la camaradería de las mujeres me estaban prohibidas. Ni siquiera un compañero. Me veía ante una multitud exasperada, ante el pelotón de ejCcución, llorando la desgracia de que cllos no hubicran podido comprender, ¡y perdonando! —¡Gomo Juana de Arco!— "Sacerdotes, profesores, maestros, os equivocáis al entregarme a la justicia. Jamás pertenecí a este pueblo; nunca he sido cristiano; pertenezco a la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes; carezco de sentido moral, soy una bestia: estáis equivocados…"


Sí, tengo los ojos cerrados a vuestra luz. Soy una bestia, un negro. Pero puedo ser salvado. Vosotros sois falsos negros, vosotros: maniáticos, feroces, avaros. Mercader, tú eres negro; magistrado, tú eres negro; general, tú eres negro; emperador, vieja comezón, tú eres negro: has bebido un licor sin impuesto, de la fábrica de Satanás. —Este pueblo se inspira en la fiebre y el cáncer. Inválidos y ancianos son tan respetables que piden que los hiervan. —Lo sagaz es abandonar este continente, donde ronda la locura para proveer de rehenes a esos miserables. Yo entro en el verdadero reino de los hijos de Cam.


¿Conozco tan siquiera la naturaleza? ¿me conozco? —Basta de palabras. Sepulto a los muertos en mi vientre. ¡Gritos, tambor, danza, danza, danza, danza! Ni siquiera vislumbro la hora en que, al desembarcar los blancos, me precipitaré en la nada.


¡Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, danza!


Los blancos desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse al bautismo, vestirse, trabajar.


He recibido el golpe de la gracia en pleno corazón. ¡Ah! ¡no lo había previsto!


Yo no hice el mal. Los días me serán leves, se me ahorrará el arrepentimiento. No habré padecido los tormentos del alma casi muerta para el bien, por la que asciende la luz severa como los cirios funerarios. El destino del hijo de familia, féretro prematuro cubierto de límpidas lágrimas. Sin duda el libertinaje es estúpido, el viuo es estepido; hay que dejar a un lado la podredumbre. ¡Pero el reloj no habrá llegado a dar más que la hora del puro dolor! ¡Me raptarán como a un nino para jugar al Paraíso en el olvido de toda desdicha!


¡Pronto! ¿hay otras vidas? —El sueño en la riqueza es imposible. La riqueza fue siempre un bien público. Unicamente el amor divino otorga las llaves de la ciencia. Veo que la naturaleza es sólo un espectáculo de bondad. Adiós quimeras, ideales, errores.


El razonable canto de los ángeles se eleva del navío salvador: es el amor divino. —¡Dos amores! puedo morir de amor terrestre, morir de abnegación. ¡Dejo almas cuya pena se acrecentará con mi partida! Me has elegido entre los náufragos; los que quedan ¿no son acaso mis amigos?


¡Sálvalos!


Me ha nacido la razón. El mundo es bueno. Bendeciré la vida. Amaré a mis hermanos. Estas ya no son promesas infantiles. Ni ia esperanza de escapar a la vejez y a la muerte. Dios hace mi fuerza, y yo alabo a Dios. 


*


El hastío ya no es mi amor. Las iras, el libertinaje, la locura, de la que conozco todos los impulsos y los desastres, —todo mi fardo está depositado. Apreciemos sin vértigo la extensión de mi inocencia.


En adelante seré incapaz de reclamar el consuelo de una paliza. No me creo embarcado para unas bodas donde Jesucristo es el suegro.


No soy prisionero de mi razón. He dicho: Dios. Quiero la libertad en la salvación: ¿cómo alcanzarla? Los gustos frívolos me han abandonado. Ya no necesito ni abnegación ni amor divino. No echo de menos el siglo de los corazones sensibles. Cada uno tiene su razón, su desprecio, su caridad: yo conservo mi sitio en la cumbre de esta angelical escala de buen sentido.


En cuanto a la felicidad establecida, sea o no doméstica... no, no puedo. Soy demasiado débil, demasiado disipado. La vida florece por el trabajo, vieja verdad: en cuanto a mi vida no es lo bastante pesada, y vuela y flota lejos muy por encima de la acción, ese adorado punto del mundo.


¡Cómo me convierto en solterona al fallarme el coraje de amar a la muerte!


Si Dios me concediera la calma celestial, aérea, la plegaria —como a los santos de antaño— . ¡Los santos, fuertes! ¡los anacoretas, artistas como ya no hacen falta!


¡Perpetua farsa! Mi inocencia podría hacerme llorar. La vida es la farsa en que participamos todos.


*


¡Basta! He aquí el castigo. ¡En marcha!


¡Ah! ¡los pulmones arden, zumban las sienes! la noche rueda en mis ojos, ¡con este sol! el corazón... Ios miembros...


¿A dónde vamos? ¿al combate? ¡Yo soy débil! los otros avanzan. ¡Las herramientas, las armas... el tiempo!...


¡Fuego! ¡fuego sobre mí! ¡Allí! o me rindo. —¡Cobardes!— ¡Me mato! ¡Me arrojo a las patas de los caballos!


¡Ah!…


—Me habituaré.


Eso sería la vida francesa, ¡el sendero del honor!





NOCHE DEL INFIERNO


HE bebido un enorme trago de veneno.—¡ Sea tres veces bendito el consejo que llegó hasta mí! —Se me abrasan las entrañas. La violencia del veneno me retuerce los miembros, me deforma, me derriba. Muero de sed, me ahogo, no puedo gritar. Es el infierno, ¡la pena eterna! ¡Mirad cómo asciende el fuego! Ardo como es debido. ¡Vaya, demonio!

Había entrevisto la conversión al bien y a la felicidad, la salvación. iPodría describit esa visión, el aire del infierno no tolera himnos! Eran millones de criaturas encantadoras, un suave concierto espiritual, la fuerza y lu paz, las nobles ambiciones, ¿qué sé yo?


¡Las nobles ambiciones!


¡Y aún es la vida!—¡Si la condenación es eterna! Un hombre que desea mutilarse está bien condenado ¿no es así? Yo me creo en el infierno, por lo tanto estoy en él. Es el cumplimiento del catecismo. Soy esclavo de mi bautismo. Padres míos, habéis hecho mi desgracia y la vuestra.


¡Pobre inocente! —El infierno no puede atacar a los paganos.— ¡Aún es la vida! Las delicias de la condenación resultarán después más profundas. Un crimen, y pronto, que yo caiga en la nada, en virtud de la ley humana.


¡Calla, pero calla!... Es la verguenza, el reproche, aquí: Satán proclamando . que el fuego es in noble y que mi cólera es horriblemente estúpida.—¡Basta!... Errores que se me soplan al oído, magias, perfumes falsos, músicas pueriles. —Y pensar que poseo la verdad, que percibo la justicia: tengo un criterio sano y definido, estoy preparado para la perfección … Orgullo. —La piel de mi cabeza se reseca. ¡Piedad! Señor, tengo miedo. ¡Tengo sed, tanta sed! ¡Ah! la infancia, la hierba, la lluvia, el lago sobre las piedras, el claro de luna cuando el campanario daba las doce... Allí se encuentra el diablo a esa hora. ¡María! ¡Virgen santa!... —Me horroriza mi estupidez.


¿No están allí esas almas honradas, que desean mi bien? … ¡ Qué acudan! … Tengo una almohada sobre la boca, no me oyen, son fantasmas. Por lo demás, nadie piensa en los otros. No se me acerquen. Huelo a quemado, es evidente.


Las alucinaciones son innumerables. Es lo que siempre tuve: falta de fe en la historia, olvido de los principios, Me callaré: poetas y visionarios sentirían celos de mí. Soy mil veces el más rico, seamos avaros como el mar.


¡Ah! el reloj de la vida se ha detenido hace un instante. Ya no estoy en el mundo. —la teología es seria, el infierno con seguridad está abajo— y el cielo en lo alto.—Extasis, pesadilla, un sueño en un nido de llamas.


Cuántas malicias en la atenta contemplación del campo... Satán, Fernando, corre con los granos salvajes... Jesús camina sobre las zarzas purpurinas, sin doblegarlas... Jesús caminaba sobre las aguas irascibles. La linterna nos lo mostró de pie, blanco y de oscuras trenzas, en el flanco de una ola de esmeralda...


Voy a revelar todos los misterios: misterios religiosos o naturales, muerte, nacimiento, porvenir, pasado, cosmogonía, la nada. Soy maestro en fantasmagorías.


¡Escuchad! …


¡Poseo todos los talentos! —Aquí no hay nadie y sin embargo hay alguien: no quisiera esparcir mi tesoro. —¿Queréis cantos negros, danzas de huríes? ¿Queréis que desaparezca, que me sumerja en busca del anillo? ¿Qué queréis? Haré oro, remedios.


Fiad en mí, la fe alivia, guía, cura. Venid todos,—hasta las criaturas,—que yo os consuele, que esparza entre vosotros su corazón,—¡el corazón maravilloso!— ¡Pobres hombres, trabajadores! No pido plegarias; sólo con vuestra confianza seré feliz.


—Y pensemos en mí. Esto apenas me hace extrañar el mundo. Tengo suerte de no sufrir más. Mi vida sólo fue dulces locuras, es lamentable.


¡Bah! hagamos todas las muecas imaginables.


Decididamente, estamos fuera del mundo. Ni un solo sonido. Mi tacto desapareció. ¡Ah! mi castillo, mi Sajonia, mi bosque de sauces. Los atardeceres, las mañanas, las noches, los días... ¡Estoy tan cansado!


Debería tener mi infierno para la cólera, mi infierno para el orgullo,—y el infierno de la caricia; un concierto de infiernos.


Muero de lasitud. Esto es la tumba, voy hacia los gusanos, ¡horror de horrores! Satán, farsante, quieres disolverme, con tus hechizos. Yo recíamo. ¡Yo reclamo! un horquillazo, una gota de fuego.


¡Ah! ¡ascender otra vez a la vida! Otear nuestras deformidades. ¡Y ese veneno, ese beso mil veces maldito! Mi debilidad, ¡la crueldad del mundo! ¡Piedad, Dios mío, ocúltame, me siento demasiado mal! —Estoy escondido y no lo estoy.


Es el fuego que se levanta con su condenado.




DELIRIOS

1


VIRGEN LOCA


EL ESPOSO INFERNAL


ESCUCHEMOS la confesión de un compañero de infierno:


"Oh divino Esposo, mi Señor, no rehúses la confesión de la más triste de tus siervas. Estoy perdida, ebria. Soy impura. ¡Qué vida!


"¡Perdón, divino Señor, perdón! ¡Ah! ¡perdón! ¡Cuántas lágrimas! ¡Y cuántas lágrimas todavía para después, espero!


"¡Más tarde, conoceré al divino Esposo! Nací sometida a El.—¡Ahora puede golpearme el otro!


"Actualmente, ¡estoy en el fondo del mundo! ¡ Oh mis amigas! … no, no son mis amigas… Jamás hubo delirios ni torturas semejantes... ¡Qué tontería!


"¡Ah! sufro, grito. Sufro verdaderamente. Cargada con el desprecio de los más despreciables corazones, todo me está permitido sin embargo.


"En fin, hagamos esta confidencia, a condición de poder repetirla otras veinte veces,— ¡tan opaca, tan insignificante!


"Soy esclava del Esposo infernal, de aquel que perdió a las vírgenes locas. Es ciertamente ese demonio. No es un espectro, no es un fantasma. Pero a mí que perdí la prudencia, que estoy condenada y muerta para el mundo, —¡no me matarán!— ¡Cómo os lo describiré! Ya ni siquiera sé hablar. Estoy de luto, lloro, tengo miedo. ¡Un poco de frescura, Señor, si quieres, si tú así lo quieres!


"Soy viuda … —Era viuda …— pero sí, antes era muy seria, ¡ y no nací para convertirme en esqueleto!... El era casi un niño... Sus mis-teriosas delicadezas me sedujeron. ~ Olvidé todo deber humano por seguirlo. ¡Qué vida! La verda(lera vida está ausente. No estamos en el mundo. Yo voy adonde él va, es necesario. Y él se encoleriza a menudo contra mí, contra mí, la pobre alma. ¡El Demonio —Es un Demonio, ya lo sabéis, no es un hombre.


"El dice: "No amo a las mujeres. Hay que reinventar el amor, ya se sabe. Ellas sólo pueden ambicionar una posición segura. Obtenida, co razón y belleza se dejan a un lado: sólo queda frío desdén, único alimento del matrimonio de hoy. O bien encuentro mujeres con los signos de la felicidad, a quienes yo hubiera podido transformar en buenas camaradas mías, devoradas desde el comienzo por brutos sensibles como hogueras …"


"Le escucho convertir la infamia en una gloria, la crueldad en un encanto. "Soy de raza lejana: mis padres eran escandinavos: se atravesaban las costillas, bebían su propia sangre. —Yo cubriré de incisiones todo mi cuerpo, me tatuaré, quiero volverme horrible como un mongol: ya verás, aullaré por las calles. Quiero enloquece de rabia. Nunca me muestres joyas, me arrastraría y me retorcería sobre la alfombra. Mi riqueza, la querría toda manchada de sangre. Jamás trabajaré^.." Muchas noches, su demonio se apoderaba de mí, y rodábamos juntos, ¡y yo luchaba con él! —Otras a menudo, ebrio, acecha en las calles o en las casas, para asustarme mortalmente. "Con toda seguridad me cortarán la cabeza; será "repugnante". ¡Oh!, ¡esos días en que desea andar con aire de crimen!


"A veces habla, en una especie de jerga enternecida, de la muerte que hace arrepentir, de desdichados que ciertamente existen, de trabajos penosos, de despedidas que desgarran los corazones. En los tugurios donde nos enbriagábamos, lloraba al considerar a los que nos rodeaban, rebaño de la miseria. Levantaba a los ebrios en las negras calles. Sentía la piedad de una mala madre por las criaturas. —Se alejaba con gentileza de niñita que va al catecismo. —Simulaba conocerlo todo, comercio, arte, medicina. —Yo lo seguía, ¡como corresponde!


"Veía todo el decorado con que se rodeaba mentalmente: vestimentas, telas, muebles; yo le prestaba armas, otro rostro. Veia cuanto le concernía, como él hubiera querido crearlo para sí mismo. Cuando su espíritu parecíame inerte, lo seguía, lejos, en acciones extrañas y complicadas, buenas o malas: estaba segura de no penetrar jamás en su mundo. Junto a su querido cuerpo dormido, cuántas horas nocturnas he velado, preguntándome por qué ansiaría tanto evadirse de la realidad. Jamás ningún hombre hizo semejante voto. Reconocía —sin temer por él— que podría representar un serio peligro para la sociedad. ¿Tendrá acaso secretos para cam]7iar la vida? "No, sólo los busca", me respondía. En fin, su caridad está hechizada, y yo soy su prisionera. Ninguna otra alma tendría fuerza suficiente, —¡fuerza de desesperación!— para soportarla—, para ser protegida y amada por él. Por lo demás, no lo imaginaba con otra alma: uno ve a su propio Angel, nunca al Angel de otro,—creo. Yo residía en su alma como en un palacio que se ha desocupado para no recibir a una persona tan innoble como vosotros: eso es todo. ¡Qué vamos a hacerle! Yo dependía de él enteramente. Pero ¿qué pretendía con mi opaca y pusilánime existencia? ¡El no conseguía que fuese mejor, sino haciéndome morir! Tristemente despechada, le decía algunas veces: "Te comprendo". El se encogía de hombros.


"Así, mi pena se renovaba sin cesar, y encontrándome cada vez más perdida ante mis propios ojos, —¡como también ante los de aquellos que hubieran querido fijarse en mí, si no hubie


se estado condenada para siempre al olvido de todos!— sentía más y más hambre de su bondad. Con sus besos y sus cariñosos abrazos él era un verdadero cielo, un sombrío cielo en el cual yo penetraba, y en el que hubiese querido que me dejaran, pobre, sorda, muda, ciega. Ya me iba habituando a ello. Ya nos veía como dos buenos niños que pueden pasearse libremente en el Paraíso de la tristeza. Nos compenetrábamos. Llenos de emoción, trabajábamos juntos. Pero, después de una penetrante caricia, él me decía: "Qué extraño te parecerá todo lo que has pasado, cuando ya no esté. Cuando ya no tengas mi brazo bajo tu cuello, mi corazón para que reposes, ni esta boca sobre tus ojos. Porque tendré que írme, muy lejos, algún día. Pues tengo que ayudar a otros: es mi deber. Aunque sea tan poco apetecible... alma querida..." En seguida yo me presentía, ya lejos de él, presa de un vértigo que me precipitaba en la más horrible de las sombras: la muerte. Le hacía jurar que no me abandonaría. Veinte veces, hizo esta promesa de amante. Era tan frívolo como yo cuando le decía: "Te comprendo."


"¡Ah! Jamás me inspiró celos. Creo que no me abandonará. ¿Qué le sucedería? Carece de relaciones; no trabajará jamás. Quiere vivir sonámbulo. ¿Bastarían su bondad y su caridad para darle derecho al mundo real? Hay instantes en que olvido la miseria en que he caído: él me hará fuerte, viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos sobre el pavimento de ciudades desconocidas, sin cuidados, sin penas. O despertaré, y las leyes y las costumbres habrán cambiado, —gracias a su poder mágico,— el mundo, aunque siga siendo el mismo, me permitirá entregarme a mis deseos, a mis alegrías, a mis indolencias. ¡Oh! la vida de aventuras que existe en los libros de los niños ¿me la darás como recompensa por todo lo que he sufrido? No puede. Ignoro su ideal. Me ha dicho que tiene penas, esperanzas: no debo inmiscuirme en eso. ¿El habla con Dios? Tal vez yo debiera dirigirme a Dios. Estoy en lo más hondo del abismo, y ya no sé rezar.


"Si me explicase sus tristezas, ¿las comprendería mejor que sus sarcasmos? Me ataca, pasa horas enteras avergonzándome por todo lo que pudo conmoverme en el mundo, y se indigna si lloro.


"—Ves a ese elegante joven, penetrando en la hermosa y calma mansión: se llama Duval, Dufour, Armando, Mauricio, ¿qué sé yo? Una mujer se ha consagrado a querer a ese maligno idiota: está muerta, con seguridad ahora es una santa en el cielo. Tú me matarás como él mató a esa mujer. Es nuestro destino, el destino de los corazones caritativos..." ¡Ay! algunos días se le antojaba que todos los hombres laboriosos eran juguetes de delirios grotescos; se reía largo rato, espantosamente. —Luego recobraba sus modales de joven madre, de hermana querida. ¡Si fuera menos salvaje, estaríamos salvados! Pero su dulzura también es mortal. Yo estoy sometida a él.—¡Ah! ¡Si seré loca!


"Quizás algún día el desaparezca maravillosamente; ¡pero necesito saber si subirá a un cielo, y presenciar, aunque sea en parte, la asunción de mi amiguito!"


¡Vaya una pareja!




ALQUIMIA DEL VERBO


A mí. La historia de una de mis locuras.


Desde tiempo atrás me vanagloriaba de poseer todos los paisajes imaginables, y me parecían irrisorias todas las celebridades de la pintura y la poesía modernas.


Gustaba de las pinturas idiotas, ornamentos de puertas, decorados, telas de saltimbanquis, enseñas, iluminadas estampas populares; la literatura pasada de moda, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía , novel as de nuestras abuelas, cuentos de hadas, pequeños libros de infancia, viejas óperas, estribillos bobos, ritmos ingenuos.


Soñaba cruzadas, viajes de descubrimiento sobre los que no existen relaciones, repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de continentes: creía en todos los encantamientos.


¡Inventaba el color de las vocales! —A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde.—Regía la forma, el movi m ie n to de ca da conson a nte, y , con ritmos instintivos, me jactaba de inventar un verbo poético accesible, un día u otro, a todos los sentidos. Reservaba la traducción.


Al comienzo fue un estudio. Escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos:


*


Alejado de pájaros, de rebaños de aldeanos, 

¿qué era lo que bebía 
entre aquella maleza de rodillas, 
en ese tierno bosque de avellanos 
y ese brumoso y tibio mediodía?

¿Qué era lo que bebía 

en ese joven Oise,
—¡olmos sin voz, oscurecido cielo, césped sin una flor!— 
en esas amarillas calabazas, 
lejos ya de mi choza, tan amada?

Un licor de oro que nos baña en sudor.


Hacía yo de enseña dudosa de hostería. 

—Una tormenta vino a perseguir los cielos. 
En la virgen arena 
el agua de los bosques se perdía, 
y el vendaval de Dios 
su granizo arrojaba a la marea, 
en el atardecer.

Oro veía, llorando—y no puede beber.


*


Hasta la aurora, en verano, 

el sueño de amor perdura. 
Bajo el follaje se esfuma 
la noche que festejamos.

Allí, en sus vastos talleres 

—y ya en mangas de camisa— 
los Carpinteros trajinan 
bajo el sol de las Hespérides.

En espumosos Desiertos 

tranquilos arman los techos, 
donde, luego, ha de pintar
falsos cielos, la ciudad.

¡Oh, por esos Artesanos 

de algún rey de Babilonia 
deja, Venus, los Amantes 
de alma en forma en de corona!

¡Oh Reina de los Rebaños, 

obséquiales aguardiente 
¡Que en paz su fuerza se encuentre, 
mientras esperan el baño 
en el mar más meridiano!

*

Las antiguallas poéticas formaban gran parte de mi alquimia del verbo.


Me habitué a la alucinación simple: veía con toda nitidez una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores erigida por ángeles, calesas por las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de sainete proyectaba espantos ante mí.


¡Después explicaba mis sofismas mágicos por medio de la alucinación de las palabras!


Terminé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu. Permanecía ocioso, presa de pesada fiebre: envidiaba la felicidad de las bestias, —las orugas, que representaban la inocencia de los limbos, los topos ¡el sueño de la virginidad!


Mi carácter se agriaba. Me despedía del mundo en una especie de romances:


CANCION DE LA MAS ALTA TORRE


¡Que venga! ¡Que venga!

el tiempo que nos prenda.

Tuve tanta paciencia 

que por siempre olvidé. 
Sufrimientos, temores 
a los cielos se elevan. 
Y la malsana sed 
oscurece mis venas.

¡Que venga! ¡Que venga! 

el tiempo que nos prenda.

Tal como una pradera 

entregada al olvido, 
se expande, florecida 
de inciensos y cardones, 
al huraño zumbidos 
de sucios moscardones.

¡Que venga! ¡Que venga! 

el tiempo que nos prenda.

*


Amaba el desierto, los vergeles quemados, las pequeñas tiendas marchitas, las bebidas tibias. Me arrastraba por calles hediondas y, con los ojos ccrrados, me ofrecía al sol, dios de fuego.


"General, si queda un viejo cañón sobre tus ruinosas murallas, bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡A los cristales de los espléndidos almacenes! ¡a los salones! Que la ciudad trague su polvo. Oxida las gárgolas... Colma los tocadores con polvos de rubí ardiente..."


¡Oh!, ¡el ebrio moscardón en el mingitorio de la posada, enamorado del sedimento, y al que disuelve mi rayo de luz!




HAMBRE


Si es que algún gusto me queda 

es por la tierra y las piedras. 
Me desayuno con viento, 
peñascos, carbones, hierro.

¡Den vueltas, mis hambres! 

Las hambres, ¡que pasten 
en prado de sones! 
¡Que atraigan la suave, 
la alegre ponzoña 
de las amapolas!

Coman riscos que alguien quiebra, 

antiguas piedras de iglesia 
o de diluvios de antaño; 
panes de los valles pálidos.

*

Aullaba bajo la fronda 

el lobo escupiendo plumas 
de un volátil desayuno: 
como él ¡ay! yo me consumo.

Las frutas, las ensaladas, 

sólo esperan la cosecha; 
pero en el soto la araña 
no ingiere más que violetas.

¡Que yo duerma! ¡Que yo hierva! 

en aras de Salomón. 
Corre el caldo por la herrumbre 
para mezclarse al Cedrón.

En fin, ¡oh dicha! ¡oh razón!,
aparté del cielo el azul, que es negro,
y viví, chispa de oro de la luz naturaleza.
De alegría, adoptaba la más bufonesca y
extraviada expresión posible:


¡Se la volvió a encontrar! 

¿Qué? Ia eternidad. 
Es el sol mezclado al mar.

Cumple tu voto alma eterna 

pese a los fuegos del día 
y de la noche desierta.

Así pues tú te desprendes 

de los sufragios humanos 
y entusiasmos cotidianos 
para alzar vuelo... según.

—Ya se alejó la esperanza, 

nunca ya más orietur. 
Tan sólo ciencia y paciencia. 
El suplicio es sin albur.

Ha sucumbido el mañana. 

Brasas ardientes de raso, 
es el deber vuestras llamas.

Se la volvió a encontrar.


—¿Qué?—la eternidad. 

Es el sol mezclado al mar.

*

Me transformé en una ópera fabulosa: vi que todos los seres tienen una fatalidad de dicha: la acción no es la vida, sino una forma de malgastar una fuerza, un enervamiento. La moral es la debilidad del cerebro.

Me pareció que, a cada ser, se le debían muchas otras vidas. Ese señor ignora lo que hace: es un ángel. Esta familia es una camada de perros. Ante muchos hombres, conversé en voz alta con un momento de una de sus otras vidas. —Así, amé a un cerdo.


Ninguno de los sofismas de la locura, —de la locura que se recluye, —fue olvidado por mí: podría repetirlos todos, poseo el sistema.


Mi salud peligró. El terror llegaba. Caía dormido durante días enteros, y despierto, continuaba los sueños más tristes. Me encontraba maduro para la muerte, y por una ruta de peligros mi debilidad me conducía a los confines del mundo y de la Cimeria, patria de la sombra y de los torbellinos.


Debí viajar, disipar los encantamientos acumulados en mi cerebro. Sobre el mar, al que amaba como si él debiera lavarme de un estigma, veía elevarse la cruz consoladora. Yo había sido condenado por el arco iris. La Dicha era mi fatalidad, mi remordimiento, mi gusano: mi vida sería siempre demasiado inmensa para ser consagrada a la fuerza y a la belleza.


¡La dicha! Su diente, dulce para la muerte, me advertía al cantar el gallo —ad matutinum, al Christus venit,—en las más sombrías ciudades:


¡Oh, estaciones! ¡Oh, castillos! 

¿qué alma carece de vicios?

El mágico estudio yo hice 

de la dicha ineludible.

¡Salud! a ella, cada vez 

que canta el gallo francés.

¡Ah!, no tendré tnás codicia. 

Se ha encargado de mi vida.

Su encanto invade alma y cuerpo 

y dispersa todo esfuerzo.

¡Oh, estaciones! ¡Oh, castillos!


El instante, ¡ay!, de su fuga.

será el mismo de la tumba.

¡oh estaciones! ¡Oh castillos!


*


Eso ha terminado. Hoy sé saludar a la belleza.




LO IMPOSIBLE


¡AH! la vida de mi infancia, el ancho camino en cualquier tiempo, sobrenaturalmente sobrio, más desinteresado que el mejor de los mendigos, orgulloso de no tener patria, ni amigos, qué tontería fue aquello. —¡Y sólo ahora lo advierto!

—Tuve razón de despreciar a esos buenos burgueses que no perderían la oportunidad de una caricia, parásitos del aseo y de la salud de nuestras mujeres, hoy cuando ellas están tan poco de acuerdo con nosotros.


Tuve razón en todos mis desdenes: ¡puesto que me evado!


¡Me evado!


Me explicaré.


Ayer no más, suspiraba: "¡Cielos! ¡Somos ya bastantes los condenados aquí abajo! ¡ Llevo ya tanto tiempo en su rebaño! Los conozco a todos. Nos reconocemos siempre; nos damos asco. La caridad nos es desconocida. Pero somos corteses; nuestras relaciones con el mundo son correctísimas." ¿No es asombroso? ¡El mundo! ¡]os mercadcres, los ingenuos! —No cstamos deshonrados.— Pero ¿cómo nos rccihirían los elegidos? Ahora bien, hay gentes ariscas y joviales, falsos elegidos, puesto que se necesita humildad o audacia para abordarlos. Ellos son los únicos elegidos. ¡Y no bendicen a nadie!


Al recobrar dos céntimos de razón —¡eso pasa pronto!— veo que mis malestares provienen de no haberme figurado a ticmpo que estamos en Occidente. ¡Los pantanos occidentales! No es que la luz me parezca alterada, la forma extenuada, el movimiento extraviado... ¡Bueno! He aquí que mi espíritu quiere asumir íntegramente todos los crueles desarrollos que ha sufrido el espíritu desde el fin del Oriente... ¡Pues no es nada lo que quiere mi espíritu!


…¡Mis dos céntimos de razón terminaron! — El espíritu es autoridad, exige que permanezca en Occidente. Tendría que obligarlo a callar para concluir como yo quería.


Mandaba al diablo las pa]mas de los mártires, los resplandores del arte, el orgullo de los inventores, el arclor de los bandidos; retornaba al Oriente, a la primera y eterna sabiduría. —¡Parece un sueño de grosera pereza!


No pensaba ni remotamente, sin embargo, en el placer de eludir los sufrimientos modernos. No tomaba en cuenta la sabiduría bastarda del Corán. —Pero ¿no es realmente un suplicio que, desde esa declaración de la ciencia, el cristianismo, el hombre se burle, se pruebe las evidencias, se hinche de placer al repetir esas pruebas y sólo viva en tal forma? ¡Tortura sutil, tonta; fuente de mis divagaciones espirituales! ¡La naturaleza quizá pudiera hastiarse! El señor Prudhomme ha nacido con Cristo.


¿No será porque cultivamos la bruma! Comemos la fiebre con nuestras legumbres acuosas. ¡Y la embriaguez! ¡y el tabaco! ¡y la ignorancia! ¡y las abnegaciones! —¿Se encuentra todo esto muy lejos del pensamiento, de la sabiduría de Oriente, la patria primitiva? ¡Para qué un mundo moderno, si se inventan semejantes venenos!


Las gentes de Iglesia dirán: Entendido. Pero tú quieres referirte al Edén. No hay nada para ti en la historia de los pueblos orientales. —Es cierto. ¡Pensaba en el Edén! ¿Qué significa para mi sueño la pureza de las razas antiguas?


Los filósofos: El mundo no tiene edad. La humanidad se desplaza, simplemente. Te encuentras en Occidente, pero eres libre de habitar en tu Oriente, tan antiguo como te haga falta, —y de habitarlo a gusto. No seas un vencido. Filósofos, sois de vuestro Occidente.


Espíritu mío, ten cuidado. Nada de medios de salvación violentos. ¡Ejercítate! —¡Ah! ¡la ciencia no avanza lo suficientemente veloz para nosotros!


—Pero advierto que mi espíritu duerme.


¡ Si a partir de este instante siempre cstuviese completamente despierto, alcanzaríamos bien pronto la verdad, que quizá nos circunde con sus ángeles en llanto! .. .—¡Si hasta ahora hubiese permanecido despierto, yo no habría cedido a los instintos deletéreos, en una época inmemorial!... —¡Si siempre él hubiera estado despierto, navagaría yo en plena sabiduría!...


¡Oh pureza! ¡pureza!


¡Es este minuto de vigilia el que me ha proporcionado la visión de la pureza! —¡Por el espíritu se va a Dios!


¡Desgarrador infortunio!




EL RELAMPAGO


El trabajo humano! explosión que ilumina mi abismo de vez en cuando.

"Nada es vanidad; ¡hacia la ciencia, y adelante!" exclama el Eclesiastés moderno, es decir Todo el mundo. Y sin embargo los cadáveres de los malvados y de los holgazanes caen sobre el corazón de los otros… ¡ Ah! rápido, un poco rápido; allá lejos, más allá de la noche, esas recompensas futuras, eternas... ¿las eludiremos?


—¿Qué puedo hacer? Conozco el trabajo; y la ciencia es demasiado lenta. Que la plegaria galopa y la luz brama... bien la veo. Es demasiado simple y hace demasiado calor; prescindirán de mí. Tengo mi deber, pero me enorgullecería como muchos, dejándolo a un lado.


Mi vida está desgastada. ¡Vamos! Finjamos, holguemos, ¡oh piedad! Y existiremos divirtiéndonos, soñando amores monstruosos y universos fantásticos, quejándonos y combatiendo las apariencias del mundo, saltimbanqui, mendigo, artista, bandido, —¡sacerdote! Sobre mi lecho de hospital, el olor del incienso retornó a mí tan potente; guardián de aromas sagrados, confesor, mártir …


Reconozco en todo esto la sucia educación de mi infancia. ¡Y qué!... Andar mis veinte años, si los otros andan veinte años...


¡No! ¡No! ¡ahora me rebelo contra la muerte! El trabajo resulta excesivamente liviano para mi orgullo: mi traición al mundo significaría un suplicio demasiado breve. A último momento, atacaría a diestro y siniestro...


Entonces, —¡oh!— pobre alma querida, ¡la eternidad no se habría perdido para nosotros!



MAÑANA

A CASO no tuve una vez una juventud amable, heroica, fabulosa, digna de inscribirse en hojas de oro? —¡demasiada suerte! ¿Por qué crimen, por qué error he merecido mi actual debilidad? Ya que pretendéis que las bestias sollocen de dolor, que los enfermos desesperen, que los muertos sueñen mal, intentad relatar mi caída! mi sueño. Ya no logro expresarme mejor que el mendigo con sus continuos Pater y Ave María… ; Ya no sé hablar!

Hoy creo, sin embargo, haber terminado la relación de mi infierno. En verdad era el infierno; el antiguo, aquel cuyas puertas abrió el hijo del hombre.


Desde el mismo desierto, hasta la misma noche, mis fatigados ojos siempre se abren a la estrella de plata, siempre, sin que se conmuevan los Reyes de la vida, los tres magos, el corazón, el alma, el espíritu. ¿Cuándo iremos, más allá de las playas y los montes, a saludar el nacimiento del nuevo trabajo, la nueva sabiduría, la fuga de los

tiranos y de los demonios, el fin de la superstición? ¡a adorar —¡los primeros!— la Natividad sobre la tierra!

¡El canto de los cielos, la marcha de los pueblos! Esclavos, no maldigamos a la vida.




ADIOS


El otoño ya! —Pero por qué añorar un sol eterno, cuando estamos empeñados en descubrir la claridad divina, —lejos de las gentes que mueren en las estaciones.


El otoño. Nuestra barca en lo alto de las brumas inmóviles vira hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme de cielo manchado de fuego y lodo. ¡Ah! ¡los harapos podridos, el pan empapado en lluvia, la embriaguez, los mil amores que me han crucificado! ¿No acabará nunca esta soberana vámpiro de millones de almas y de cuerpos muertos y que serán juzgados! Vuelvo a verme la piel devorada por el fango y la peste, llenos de gusanos los cabellos y las axilas y con gusanos aún mayores en el corazón, tendido entre desconocidos sin edad, sin sentimiento... Hubiera podido morir allí… ¡Horrible evocación! Execro la miseria.


¡Y temo al invierno por ser la estación del "confort"!


—A veces veo en el cielo playas sin fin cubiertas de blancas naciones jubilosas. Por encima de mí, un enorme navío de oro agita sus pabellones multicolores en las brisas de la mañana. He creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. He tratado de inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevos idiomas. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y bien! ¡debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos! ¡Bella gloria de artista y de narrador perdida!


¡Yo! ¡Yo que me consideré ángel o mago, dispensado de toda moral, soy restituido a la tierra, con un -deber que hay que buscar, y una rugosa realidad que es necesario estrechar! ¡Patán!


¿Me engaño? ¿La caridad sería, para mí, hermana de la muerte?


En fin, pediré perdón por haberme nutrido de falsedad. ¡Y adelante!


¡Pero ni una mano amiga! ¿Y adónde pedir socorro?


*


Sí, la nueva hora al menos es muy severa. Porque puedo decir que alcancé la victoria: el rechinar de dientes, los silbos del fuego, los suspiros pestíferos se moderan. Todos los inmundos recuerdos se desvanecen. Mis últimos pesares escapan, —celos de los mendigos, los bandoleros, los amigos de la muerte, los retardados de toda especie.—Condenados, ¡si yo me vengase!


Hay que ser absolutamente moderno.


Nada de cánticos: conservar lo ganado. ¡Dura noche! La sangre reseca humea sobre mi rostro, y detrás de mí sólo tengo ese horrible y diminuto arbusto... El combate espiritual es tan brutal como la batalla de los hombres; pero la visión de la justicia es el placer de Dios únicamente.


Entretanto es la víspera. Recibimos todos los influjos de vigor y de auténtica ternura. Y al llegar la aurora, armados de ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.


¡Qué hablaba yo de mano amiga! Es una ventaja considerable poder reírme de los viejos amores engañosos y cubrir de verguenza a esas parejas embusteras, —he visto allá el infierno de las mujeres; —y me será posible poseer la verdad en un alma y un cuerpo.


Abril - agosto, 1873.